Depender del transporte urbano colectivo de pasajeros es una maldición. Una condena absurda e injusta. Sabía que en otras ciudades funcionaban bien algunas líneas de metro, algunos subterráneos, mejoraban los horarios, el estado de los vehículos y hasta los precios. Pero nosotros, para salir del Cerro de Montevideo, dependíamos del 370 , y a veces peor, del 76. Un boleto caro, una frecuencia escasa y arbitraria, un recorrido infame y lento. En horas pico venían llenos, al borde de la explosión, más de una vez viajé colgando de la puerta. Pero no había alternativa. Si la suerte me ponía un asiento, podía ir leyendo; si lograba un rincón para ir de pie, podía escuchar música en mi walkman; si el destino me escupía en la fila del fondo, hasta podía dormir un buen rato. No era el caso de aquella tarde. Se había formado un tapón humano en la puerta del medio, el guarda estaba particularmente enfadado con la vida, el chófer quería llegar pronto y se saltaba paradas. El ómnibus hacía un crujido extraño en cada curva. Viajaba sin agarrarme de nada, sostenido por la masa, hasta que alguien gritó: «Atención, gente, está viajando con nosotros el gran Pelé Cardozo, ex jugador de Cerro, delantero exquisito, también jugador de Liverpool de Montevideo, autor de uno de los goles que les dio el ascenso. Tremendo jugador. Un inolvidable». Hubo un murmullo y algunos aplaudieron. Traté de moverme para verlo, apenas adiviné su rostro oscuro, sonriendo a medias. Pelé Cardozo, el ídolo de mi padre. Cuando me llevaba al estadio Trócolli recuerdo que le encantaba verlo jugar. También recuerdo que los partidos me parecían eternos, me aburría mucho, pero iba por acompañarlo. Jugaba a las chapitas, me compraba un pancho, miraba a los otros hinchas, sufría lo mucho que demoraba en llegar un gol. No entendía el amor por un deporte con tan pocas alegrías. Una vez le insistí en que quería ir al baño, hasta que accedió a llevarme, y en plena acción se escuchó «gol», mi padre salió corriendo para ver a los jugadores festejar. Me sentí avergonzado, «Te perdiste el gol de Pelé por mi culpa». «Luego lo veo en el informativo» y se encendió un cigarrillo. Sabíamos que era mentira, los noticieros no pasan los goles de los cuadros humildes.
Mi padre jamás me retó por esto, ni por nada. De hecho jamás me alzó la voz, ni mucho menos me levantó una mano. Pero nunca más me llevó al estadio. Había llegado a la conclusión que el fútbol no me gustaba.
«Mi padre ya no está», casi lo digo en voz alta, en la soledad del ómnibus lleno. Recién allí fui consciente, en aquel instante, de lo mucho que deseaba volver con él al Trócolli. Estar allí cada minuto. Ver aquel gol perdido.
Logré atravesar el muro de gente y ver al ex jugador de cerca. Su cara recia, seria, angulada, conservaba una luz en los ojos tristes y salvajes. No se parecía en nada al Rey Pelé, supongo que le pusieron el apodo porque era negro y hacía regates imposibles y goles de todo tipo.
El ídolo de mi padre viajaba en aquel transporte horrible, al igual que lo hizo él para trabajar de albañil, durante toda su vida. Al igual que lo hacía yo, todos los días.
Por Joaquín DHoldan.
Joaquín, celebro tu relato. Me ha gustado mucho y me conmovió. Creo que los que perdimos a nuestro viejo tenemos una herida sensible que se activa con ciertas palabras pero que al mismo tiempo está muy bien que suceda, reafirma importancias y vida!
Y es que el fútbol es infancia. Buen relato, sencillo y directo.
El “fobal” cuando habla desde elcorazon y lejos de la fifa se puede sentir asi…de los deleites de los talentosos y l cromatismo de la casaca alentada bien Joaquin!!