-Indurain es el hombre más triste del mundo– dijiste. Y fue en ese preciso instante cuando me percaté de que debías ser mi esposa. Y me fui al baño a acicalarme los dientes porque, tras la siesta, el aliento me olía a cabra. Y volví al sofá junto a ti y me acurruqué en tu regazo. Y me asomé a tu ombligo. Y susurré el secreto. Y lo tapé con barro. Y, finalmente, te besé como solo los hombres que no hemos hecho el servicio militar sabemos hacer.
-Indurain es el hombre más triste del mundo– dijiste. Y era verdad. No podía imaginarme quién había tenido la desternillante idea de seleccionarlo como para hacer un testimonial en un anuncio de mantequilla para combatir el colesterol. Es cierto que en publicidad, a falta de una estrategia más creativa, los anuncios protagonizados por ídolos o personajes famosos obtienen más impacto bruto que la media de campañas y suelen dar buenos resultados. Pero hay que elegir bien quién quieres que dé credibilidad a tu producto y marca. En mi humilde opinión, un videoclip en el que apareciera una negra tipo Beyoncé con todas sus curvas aristas y, detrás, la correspondiente concentración de leobas (cruce de leonas y lobas) con sus marmóreos cuerpos atravesados por la música esperando a que salga el negrata macho alfa más malo de todos, que se crió en las calles más oscuras, entre balas y padrastros y bates de béisbol y cocaína y más cocaína, hubiese sido mejor opción. O mejor. Primer plano de Marlon Brando untando un trozo de pan con mantequilla. Primer plano de Bertolucci. Ambos se miran con complicidad. Funde a negro. « La vida es otra cosa, no la que llevas tú ».
-Indurain es el hombre más triste del mundo– dijiste. Y en aquel momento nada sabías de las largas y deliciosas discusiones que mantenía con mi padre en los años 90, cada vez que veíamos Le Tour de France. Él se inclinaba más por Miguel y su heroicidad tranquila, previsible y discreta. A mí, en cambio, me ponía nervioso. Me atacaba el estómago verlo escalar sin sangre, sin levantarse del sillín, a golpe de riñón inexpresivo. Pero Perico Delgado…oh, ese sí que era un espectáculo. Se levantaba, atacaba como una culebrilla, le entraba una pájara, se reponía, bajaba los puertos de montaña a tumba abierta, volvía a atacar, meaba por fuera de la bicicleta sin dejar de pedalear… en fin, que se me antojaban dos maneras diferentes de encarar la vida.
-Indurain es el hombre más triste del mundo– dijiste. Y tú sabías que yo no soy esa clase de personas, de las que pierden el culo o directamente se lo tatúan con la cara del tipo a quien admiran. Y tú sabes que me hubiera gustado estar el lunes 19 de septiembre de 1969 junto a Jimi Hendrix y su Stratocaster blanca en Woodstock. Carajo. O el 5 de abril de 1994 junto a Kurt Cobain para quitarle la escopeta. Pero ahora estoy aquí y es lo único que importa. Y te pienso besar como solo los hombres a los que no nos gusta el fútbol sabemos hacer.
-Indurain es el hombre más triste del mundo– dijiste. Y yo pensé que cada uno elige sus ídolos. Y me fui al escritorio, corriendo, a redactar mi testamento. Y eso hice:
Últimas voluntades de un poeta insignificante
Desbocar con Murakami de Maratón a Atenas, y Filípides.
Oír crecer la hierba.
Fumarme un puro junto a Compay Segundo, y Hemingway.
Medir el cielo con mis manos.
Caballo tres alfil rey Kasparov.
Beber un trago entre John Cheever, Carver, Fitzgerald.
Escupir pepitas de uva al suelo con Bukowski, y Panero.
Tocar el trombón de pistones junto a Boris Vian y Duke Ellington.
Flotar azul turquesa en Formentera.
Bailar un Rock and Roll en la plaza del pueblo.
Fingir mi rapto como Houellebecq.
Volver a subir al Empire State, o al Duomo de Florencia.
Darle una asistencia a Michael Jordan.
Hacer dedo y que me recojan Kerouac, Burroughs y Allen Ginsberg.
Conseguir transferir mariposas de estómago a clítoris.
Despedirme en los andenes a la manera de los hombres mono.
Ser saltador de esquí olímpico, y longitud.
Patinar sobre hielo con Wilde, Verlaine y Rimbaud.
Evitar el fusilamiento de Lorca.
Besar los párpados rosas, labios rosas y piel rosa de Paola.
Rodar en Triana con Orson Welles, Billy Wilder y Truffaut.
Sentarme en un banco de Central Park con Woody Allen.
Quedar en la fuente y el limonero con Machado, Cernuda, Velázquez,
Bécquer, Murillo, Alberti o el cansado de su nombre.
Pero si solo puede ser una,
subirte la cremallera del vestido.
Por Carlos Torrero.
Muchos nombres a los que admiro en este relato. Yo también era de Perico. Hasta que Indurain no ganó su tercer Tour no me terminó de convencer.
Estuve a punto de escribir un relato sobre los triples imposibles de Chechu Biriukov y mi amor por el baloncesto y mi vida en los patios y los veranos en los que todo puede pasar…;-) sin duda, algunas cosas parece que obedezcan a un orden secreto.