No obedecen ni protestan, esperan;
Dios mío la paciencia de los bichos.
A. L. A.
Ahora no tiene ningún sentido quejarse, mucho menos lamentarse o maldecir; yo siempre intenté y quise rodearme de los mejores, de los más importantes y carismáticos, esos pocos, entre los que yo evidentemente no contaba, que con su sola presencia enardecían a las masas, congregaban a un público suficiente, que estaba entregado de antemano y vibraba en las butacas como si fuera un enjambre alocado, y concitaban tanto el aplauso unánime e inmediato como la posterior crítica laudatoria. Por eso, hace ya bastante tiempo, desde que nos conocimos en la escuela de teatro, cuando los dos éramos más jóvenes y nuestros sueños todavía coincidían, busqué la amistad de Ismael; así estrechamos nuestros lazos y formamos aquella compañía, pequeña pero ambiciosa, que luego, tras miles de ensayos y muchos esfuerzos, nos fue dando éxito y fama, sobre todo a Ismael, y la posibilidad de ganarnos la vida con nuestra pasión febril de bohemia.
El público lo adoraba; yo también sentía verdadera admiración por mi amigo, y era absolutamente consciente de mi papel secundario no solo en las obras que representábamos ―obras ideadas por el propio Ismael, escritas y corregidas por el propio Ismael, dirigidas también por el propio Ismael―, sino también en cualquier aspecto relacionado con la marcha de la compañía y las decisiones que marcaban su rumbo. Ya en la escuela de teatro los profesores no dejaban de alabar a Ismael: su técnica, su soltura, su capacidad de trabajo y sufrimiento, todo su ser, o debería decir su parecer, porque Ismael siempre representaba un papel, ya fuera el de villano o el de héroe, y bordaba todos y cada uno de los matices de la interpretación impuesta, ya fuese por él mismo o por los profesores. Parecía que el resto de alumnos no existíamos; eso le granjeó algunas críticas, más enemistades, muchísimas envidias.
Sin embargo, yo permanecí a su lado, tal vez por interés, o puede que por el magnetismo innato de Ismael; sabía que llegaría lejos, que conseguiría todo aquello que se propusiera porque ese era el destino de los favoritos. Pensé que estando junto a Ismael, compartiendo su estrella y colaborando en su trabajo, yo mismo lograría alcanzar aquel estado de gracia del que mi amigo parecía estar imbuido, y que era su elemento natural, una especie de caparazón protector y resistente a los más crueles reveses de la vida, esos mismos reveses que a Ismael solo le rozaban y que impactaban en mí descargando con extrema violencia la furia que no habían podido liberar contra mi amigo. No obstante, fui paciente y resistí; iríamos de la mano hasta el final. De ahí que le propusiera formar la compañía y emprender aquella aventura, en la que lamentablemente yo desempeñaría un papel subordinado, a veces de antagonista, a veces de bufón.
Las representaciones se encadenaron, y con ellas los triunfos: entradas agotadas, funciones dobles, buenas críticas, excelentes comentarios a la salida de los teatros, llamadas telefónicas a las tantas de la madrugada para felicitarnos, para felicitarle, por el éxito, también por la gloria más que segura. Aquella ruidosa vorágine jamás cegó a Ismael, que continuó trabajando como si nada, como si la cosa no fuera con él, por supuesto, mucho menos con nosotros, todos los demás. Y es posible que precisamente esa manera de permanecer invariable fuese lo peor de todo: Ismael no cambió. Siguió sin ver cómo le idolatrábamos, cómo suplicábamos por su presencia y sus palabras, qué barbaridades estaríamos dispuestos a cometer por él. Y también siguió sin ver mi desencanto, mi frustración y el estrepitoso derrumbe de mis sueños. Ni siquiera oyó ese rugido que fue creciendo en mi interior con una velocidad vertiginosa y una ferocidad devastadora.
El día que reconocí el mordisco de la envidia me alegré porque de una vez por todas, y también por vez primera, fui yo quien le puso nombre al drama, y finalmente supe que de ahora en adelante me tocaría esperar: cuando cayera en desgracia, cuando inevitablemente flaquearan sus fuerzas y la suerte, ingrata y desdeñosa, le diera la espalda, cuando todos se abalanzaran sobre él para despedazarlo sin piedad, ahí estaría yo para dirigir ese último acto y dar por concluida la función.
Por Fernando García Maroto.