Té o café. O mejor: té y café. Café solo, americano, expreso, capuchino, con leche condensada. Mmmm. Té chai, negro, pakistaní, té verde. Zumos de una y mil frutas. Smoothies. Batidos caseros. Tartas de chocolate, de manzana y de frutos del bosque. Huevos duros, fritos o pasados por agua (siempre me encantó esta expresión). Huevos con frijoles y salchichas. O ¿por qué no churros con chocolate? Tortitas dulces y saladas. Tostadas de mantequilla y mermelada, de tomate, aceite y jamón, con aguacate. Sándwiches de queso filadelfia y pepino. Muesli. Muesli con fruta y yogurt. O solo yogurt. Yogurt griego o en mousse. Con miel o azúcar moreno. Galletas María, de las de toda la vida. O galletas con chocolate negro, con chocolate con leche. Un vaso de leche con Cola Cao.
¡Fruta! Una enorme macedonia. Fresas con nata. Naranjas… A veces Mariana se preguntaba por qué no nos dedicamos tan solo a comer desayunos. También reflexionaba a propósito de la importancia de esta comida. Porque en el fondo el desayuno no es sino un presagio de lo que está por llegar a lo largo del día. Una proyección.
Cuando quería días locos, Mariana elaboraba extravagantes menús y mezclaba todos los ingredientes que tenía a mano. Aquellos días en que se sentía primaveral, lo llenaba todo de flores y color y preparaba enormes y deliciosas macedonias. Poco importaba que un fuerte torrencial cayese en la calle. Quizás fuese, de hecho, aquel contraste el que cargaba de energía el momento.
Al fin y al cabo el desayuno es el momento más importante del día. Momento de inflexión; reflejo de toda una jornada. Mariana odiaba hacer las cosas de manera rutinaria y por ello buscaba tener un despertar diferente cada día. Inventar. Renovarse. Escoger la ropa que vestir con ilusión. No había cosa que le gustase más que ojear la agenda y darle un nuevo orden de prioridades a la jornada. En el fondo solo así consideraba que estaba creando verdaderamente arte.
Así es como aquel día, Mariana despertó con el suave repiqueteo de una fina llovizna. Tan inesperada como la llegada de la inspiración. No le hizo falta consultar la agenda para comprender que no había nada previsto para aquella mañana que no pudiese atrasar un par de horas. Con un delicioso café con leche por delante, se sentó a transformar las imágenes de su mente en una historia que todos pudiesen comprender.
La encina
La cocina de una casa en mitad de la campiña. Acaba de amanecer y la luz débil del alba de una fría mañana de enero alumbra la estancia a través de una majestuosa ventana.
La pequeña Olga juega con los cereales. Come y juega al mismo tiempo. A su lado, su anciana abuela prepara el café, aromatizando la estancia.
-Abuela, ¿qué le pasa a ese árbol? –pregunta Olga, señalando las formas de una encina que se dibujan a través de la ventana. Es pleno invierno y el árbol, a pesar de lo robusto de su tronco, parece exhausto de luchar contra las inclemencias del tiempo. Es un árbol hermoso.
-Está invernando, cariño. Como hace tanto frío, ha decidido ceder sus hojas y centrarse en calentarse por dentro. Aunque nosotras no lo veamos, en su interior un gran flujo de vida fluye a través del árbol. Es un flujo multicolor, lleno de magia y diversos entes. ¿No te parece un árbol hermoso?
-Abuela, es solo un árbol.
-Yo creo que es hermoso. Solo ahora que se ha desprendido de las hojas es que podemos ver toda su belleza y complejidad. Cada una de esas ramitas, Olga, está viva.
-Abuela, ¿los árboles pueden amar?
-Por supuesto. Los árboles y, en general, todas las plantas poseen un amor que se llama amor universal. Ellas viven y respiran para que nosotros, los humanos, podamos existir. Y lo hacen sin pedir nada a cambio.
Olga vuelve la mirada a sus cereales sin decir palabra, pero su abuela continua sin apartar la vista de la encina. Es incapaz de determinar si Olga ha entendido sus palabras, pero tampoco eso importa ya. Con un poco de suerte sus palabras también habrán creado un flujo de energía en el interior de su nieta y se quedarán invernando hasta que un día, dentro de algunos años, puedan cobrar un significado completo.
Mariana dejó el bolígrafo sobre la mesa. Para cuando terminó de escribir, tan solo le quedaba un último sorbo de café.
Por Carmen Arjona.
Absolutamente exquisito