La señal inequívoca de que había confundido el ingrediente principal: un hedor a azufre insoportable que comenzaba a inundar la cocina. Sus fosas nasales habían comenzado a pedir clemencia. Se las tapó con el pulgar y el índice, a modo de pinza exagerada, como había visto hacer en las comedias mudas que tanto le gustaban a su padre, y que tantas veces había visto de pequeño.
-¿Qué ocurre ahí dentro?
Marta, en la barra, alarmada por el trasiego en los fogones y por las caras raras de los clientes que esperaban su turno, gritaba al interior con unos modales muy poco cuidados.
«Marta, por favor, esto es una pastelería, no un corral de vecinos», pensaba su hermana Concha, pinza en nariz, peste a azufre alrededor, mientras retiraba del fuego la cacerola. Justo al ponerla bajo el chorro del agua que manaba profusa bajo el grifo metálico y colocado hacía nada, que no tenía ni dos días de vida, el humo comenzó a reptar hacia el techo, oscureciéndolo, formando una estampa simbólica de lo que estaba por llegar si no actuaban rápido, las tinieblas, el infierno, la espesura del accidente inminente, el imponderable de la intoxicación por elemento químico dispuesto por error, llenando rápidamente las cuatro esquinas de la estancia y obligándola a salir. La puerta se cerró a su espalda, saliendo a la barra, su hermana delantal ceñido, clientes absortos ante el estrépito y el olor del mismo infierno pujando por salir.
-¿Pero qué pasa, Concha?
-El desayuno, el desayuno de mañana, que se ha echado a perder.
-¿Todo? Pero ¿qué hacías?
-La tarta, intentaba hacer la tarta.
-Que nosotros no hacemos tartas.
-Bueno, alguna vez tenía que ser la primera.
-¿Y el humo?
-El azufre.
-¿Qué azufre?
-Estaba en la cocina, lo he confudido con otra cosa.
-¿Con qué cosa?
-¡Yo qué sé! Menudo aprieto.
-Pero, Concha, ¿quién coño desayuna tarta?
-Marta, por Dios, esa boca, que hay gente.
Todos los clientes se arremolinaban ante la escena, divertidos, asombrados, como si de un episodio de teleserie española, barata, se tratase. Algunos de ellos agarraban el paquetito recoleto con sus magdalenas y sus susos y sus palmeras de chocolate y huevo, otros, los billetes arrugados esperando pagar, algunos ni siquiera eran clientes, solo habían entrado en la pastelería, alarmados ante los gritos de las dos mujeres. Uno de ellos, ataviado con un extraño uniforme azul eléctrico y un extravagante artilugio semejante a una aspiradora, el tipo de aspiradora que uno esperaría que llevara un ser de otro planeta, no la madre de uno, un domingo por la mañana, comenzó a hablar ante al asombro de todos los que allí estaban.
-Yo tengo el poder.
Los clientes se miraron extrañados ante la declamación fuera de lugar del extraño personaje que acababa de hacer acto de aparición. A uno hasta se le cayó la bandeja de los pastelillos a grito de: «¡Coño, qué susto!»
-¿Disculpe?
Concha y Marta exclamaron, al unísono, con un ojo en la cocina y el otro allende la barra, como ensayando una nueva especie de estrabismo.
-Me presento: mi nombre es Emilio Rabana y me dedico a desfacer entuertos en las cocinas.
-¿Desfacer entuertos? ¿Quién es usted, el primo del capitán Alatriste? -dijo el cliente al que se le había caído la bandeja, que de milagro no se salió nada.
-Emilio Rabana. Pasaba justo por aquí y, aunque tengo un trabajo en el piso de al lado, aún tengo tiempo para solventaros cualquier menester.
Concha y Marta detuvieron sus ademanes por un momento, miraron a los ojos a Emilio, rogándole sin palabras que entrara en la cocina, sin pedir permiso, sin miramientos, sin alardes, para que diese fin, por fin, aparato alienígena mediante, a aquella peste a azufre que, ahora, invadía la calle, atrayendo a tres perros vagabundos, un gato obeso y un niño vestido de domingo, aunque fuese sábado. Emilio cruzó la barra, quedando las hermanas a su derecha, con los ojos vidriosos, y la puerta al frente, un poco caliente debido al humo. La cruzó empujándola con el mamotreto del espacio exterior, porque un poco temeroso sí que era, y la bocanada de azufre expelida terminó por vaciar la tienda de golpe. Marta aún tuvo tiempo de gritarle a un cliente, advertirle que se iba sin pagar, porque tendría malos modales, pero una memoria de hierro.
Emilio y su artilugio seguían a lo suyo dentro de la cocina, al amparo de un ruido ensordecedor. Concha y Marta asistían absortas al espectáculo de limpieza intergaláctica que se sucedía delante de sus ojos. El niño vestido de domingo seguía en el marco de la puerta, no se sabe bien si fascinado por el desfile de pasteles, el olor a azufre o las dos hermanas estupefactas.
Treinta minutos más tarde, el último resquicio de humo desapareció por completo. Emilio atrajo hacia sí el artefacto azul eléctrico y los clientes habían comenzado a entrar de nuevo. Concha entró en la cocina y le dio un beso, no se sabe muy bien si en modo de agradecimiento o porque la situación en sí la había excitado un poco. Emilio sintió el beso como un rayo, pues no estaba acostumbrado al contacto humano. Él era más de insectos, plagas y, a partir de hoy, humos provocados por la quema de azufre.
-Bueno, he de irme, el trabajo me espera.
-Espere un momento, tendremos que darle algo.
Marta no tenía muchos modales, pero era muy agradecida.
-No, por favor, la empresa que acabo de acometer ha sido un placer por mi parte. Ayudar a dos muchachas emprendedoras, con la falta que hace en un país como este.
-Por favor, llévese aunque sea unas magdalenas para el desayuno de mañana.
-Está bien… tampoco quiero enojarlas o que piensen que soy una persona de esas desagradecidas que campan a sus anchas por este vasto mundo.
Concha pensó que Emilio era muy apuesto y era muy hábil con el azufre, aunque un poco irritante a la hora de hablar.
-Debería ser usted un tertuliano de esos de la televisión.
-No tengo televisión.
Marta metió tres magdalenas en un paquete, lo cerró, envolviéndolo con un delicado papel adornado con el membrete del establecimiento, rematado con un lazo turquesa, lo metió en una bolsa y se la entregó a Emilio, que la agarró con una sonrisa.
-Gracias les doy, mis buenas amigas. Mañana tendré algo distinto para desayunar que lo acostumbrado.
Mientras Emilio salía por la puerta de la tienda, esquivando al niño vestido de domingo aunque era sábado, un tremendo fulgor irrumpió en la acera, iluminando aún más la calle en ese día de mayo. Un foco de luz apuntaba directamente a Emilio, añadiendo claridad a un pelo negrísimo. Los papeles que había tirados, esparcidos por el suelo a la entrada de la tienda, se le arremolinaban a los pies, subiéndosele por las pantorrillas hacia el pecho. Comenzó a levitar, ascendiendo por el chorro de luz, hasta desaparecer de la vista de las dos hermanas. Marta jura que lo escuchó decir:
-Mejor me voy, que se me ha hecho tarde para seguir con el turno de mañana
Ninguna de ellas tenía muy claro cuáles fueron las palabras que salieron de su boca. Concha miraba a Marta, con los ojos abiertos como abierto está un centro comercial un festivo de navidad. Marta miraba a Concha con una expresión entre la sorpresa y el enfado. Antes de que esta pudiese entrar de nuevo en la cocina, Marta acertó a gritarle, con unos dudosos modales, como siempre hacía cuando la tienda estaba abarrotada:
-¡Ahora vas y vuelves a echarle azufre a la tarta!
Por Antonio Bret.