Cuando recibí el correo de Leila lo primero que pensé fue: «Esto va a ser lo de siempre, los majaras de sus amigos disfrazados de lo primero que pillen y haciendo el imbécil por todo el garito». Cerré el portátil con la sensación de tener mil años dentro de mí, de ser un carcamal al que no le entusiasma más que el programa que dan por la tele los sábados y tirarme en el sofá. Me dije como nota mental que tenía que pensar el rumbo de mis horas de ocio porque la decadencia estaba tan encima de mí como la melena en mi cabeza. Tú también estabas en mi cabeza, pero tú eras un caso perdido, una ausencia que debía, me urgía llenar aunque fuera con las soledades de otra gente.
Corrió la semana delante de mí y en un abrir y cerrar de ojos me vi otra vez viviendo el fin de semana, siendo sábado, tomando un café rehervido delante de las noticias y con una pelambre en las piernas y los sobacos que pedían a gritos «sacadme de aquí». Me fijé un propósito, ese que te haces de vez en cuando, sobre todo cuando tus niveles de serotonina andan en el subsuelo. Me dije: «Venga, Carmela, levanta de ahí, te aseas, te pones un vestidito, y te vas a la fiesta de los colegas de Leila, es más de lo mismo pero… no tienes nada mejor que hacer». Me costó un mundo y una parte de otro hacer todo lo que tenía pendiente y lucir un aspecto natural que había trabajado unas dos horas delante del espejo.
Me pillé un taxi y le di la dirección que ponía en el correo. He de decir que llevaba bastante sin ver a Leila, puede que un año o más, y que su sorpresa sería mayúscula cuando me viera aparecer. No contaba conmigo. Sonreí en el interior de la caja rodante y me acomodé en el asiento. No tardé en dejar la tranquilidad e inquietarme cuando el taxista tomó la autopista, se apagó todo a nuestro alrededor y navegamos en la oscuridad del coche hasta una urbanización de las afueras. «Joder», pensé, «qué mierda es esta. Si es que hay que preguntar, Carmela. Con lo bien que estarías en casa con tu sandwich mixto». El taxista se alejó dejándome allí desamparada, en medio de una fila de casa exactas, y debajo de la última farola que había puesto el ayuntamiento. Más allá estaba el campo, la nada, por decirlo de algún modo, porque de día se vuelve la realidad menos afilada y hasta domesticable, pero la noche es otra cosa, corta de raíz, delimita, engulle lo que no ves, y la espesura de aquella boca negra me daba escalofríos. Apreté el timbre, no sin antes asegurarme del número de la casa. Era ese. El escalofrío no terminaba dejando de mirar el bosque sino que empezaba en los ojos del que me abrió. Semidesnudo, con tiras de pinchos en el cuello y las muecas, y un antifaz de cuero, me recibió un hombretón que me habló como si ya estuviéramos en la cama.
-Tía, has llegado al lugar adecuado. Aquí te daremos lo tuyo.
¿Lo mío?, me dije. Si yo no tengo nada aquí. Este tipo de chistes aparecen en mi mente cuando estoy cagada de miedo y/o cuando me paso con el ron. «Me cago en la puta»,me dije de nuevo. El ser aquel me tiró del brazo y me arrojó a un salón donde todos estaban como él, las chicas también mostraban sus pechos sin pudor y un minúsculo tanga tapando… algo. Cada uno de ellos llevaba antifaz. De la mancha de sombras balanceándose salió una mano, «eh», le dijo al portero, «es amiga mía, déjala entrar». Y vi a Leila llegar hasta mí con unos turgentes senos operados, unas botas altas, la copa en una mano y el canuto en la otra. Ella era una gata. Me plantó dos besos y me dijo: «Vaya alegría que hayas venido, Carmelita». Joder, encima Carmelita. Me di media vuelta y le dije: «Hola y hasta siempre, Leila, este rollo no es para mí. Creí que era como aquellas otras veces, pero esto… es…». «Anda, mujer, no digas nada y déjate llevar. Verás que no es tan tremendo ni raro como imaginas. Es una manera de desinhibirse».
Allá que me llevó a uno de los baños, me dio a elegir entre quitarme todo y dejarme las bragas que llevaba, que eran un cubre-culo de blondas negras, o ponerme un biquini dorado que me tapara lo esencial. Me lancé por el último. Me puso un antifaz de tigresa y me envió de vuelta a la sala. ¡Ay!, me lamentaba de mi desacierto, me equivoco más que un bebé empezando a andar. También me dije para mis adentros: «ahora toma la rienda de todo lo que pasa». Me acerqué al maromo de la puerta y le pedí un ron con cola cargadito, luego intenté sumergirme en la marabunta con naturalidad.
Puede que pasaran dos o tres horas, no lo pude calcular, lo que sí sé es que me había bebido varios copazos que sin pedir fueron llegando a mis manos sucesivamente y yo me fui tomando atropelladamente cuando, de pronto, me rozaron la piel de los muslos. De los dos. Sentí lo mismo que se siente cuando te acaricia la orilla del mar después del invierno. Un torrente de frialdad. Me recorrió entera un suspiro que se iniciaba en los pies y terminaba en los labios. Llevaba demasiado tiempo sin que una mano que no fuera la mía me tocara. Quizá fuera por ello o por el aroma y el calor de aquellos dedos, que me fundí con ellos y me dejé llevar. Las palabras de Leila me hablaban al oído; desinhibirse, desinhibirse.
Después de eso vino todo lo demás; echar el ron y la bilis a partes iguales, tropezarme con cada uno de los que estaban allí buscando la salida, retumbar las risas a mis espaldas y los cuchicheos, llegar a casa con el vestido roto y sin zapatos, sin bragas ni sostén, con un último recuerdo de que me ayudara a subir mi vecina, con una desproporcionada ausencia de mí misma. Con todo y con ello, me metí en la cama.
Era de noche cuando sonó el teléfono. Mejor hubiera sido que no lo cogiera. Mucho mejor.
-¡Qué bien estuviste anoche, tigresa! -.Me soltaste con una carcajada llena de dardos, un cactus que fue a posarse en mi orgullo todavía ebrio y en mi alma, de cuajo, desgarrada.
Por Marissa Greco Sanabria.