Shaiming se levanta antes que el sol. Es el décimo día del año nuevo del perro. Enciende las velas de la estancia. Aviva el fuego dormido y prepara el té. Kumiko, su mujer, no tardará en abandonar el kang. Viven en las montañas del pueblo de Tanda en la provincia de Shaanxi, a más de 1500 metros de altura. Lo hacen igual que todos los que vinieron antes que ellos y desde que su familia existe.
Se sienta uno frente al otro, observando sus manos cansadas y resquebrajadas, contándose las arrugas de la piel y mirándose al blanco fondo de sus ojos. Se aman. Desde que la razón es razón. La austeridad en la que viven y la pérdida de sus mayores no ha apagado la llama.
Kumiko luce el blanco luto por su madre. Un blanco que resplandece como los rayos del sol y que Shaiming casi puede ver cuando se cuelga de los acantilados.
Él es buscador de orquídeas silvestres. Todas las mañanas, con un poco de arroz y algunos baozis en el bolso de piel de caballo, anda diez kilómetros hasta su lugar de trabajo. Antes, casi todos los hombres de su pueblo se dedicaban a esto. Recuerda con añoranza cómo andaban en fila por la montaña. La hermandad y el compañerismo. Echa en falta la seguridad de los otros suspendidos en el aire. Y las canciones que repetían una y otra vez. La estampida a la ciudad le obligó a asumir la soledad en la que ahora trabaja. Apreciar el silencio. Llevar una cuerda más recia. Buscar con mayor ahínco el punto en el que atarla. La idea de que Kumiko lo perdiera es como un humo negro para Shaiming.
Hay más humos negros en su cabeza. Uno importante y zaino que lo acompaña en sus últimos turnos de acantilado y que hoy, décimo día del año nuevo del perro, podrá confirmar.
Se cuelga una vez más, con sus pies casi desnudos, envueltos en telas. Y se balancea. Como un abejorro en un pistilo. De un lado al otro. En danza. Danza china del buscador de orquídeas silvestres. No le faltan ganas. Ni energía, a pesar de sus años. Ni persistencia. Su padre se la regaló. Nació con ella. Pero confirma que le faltan orquídeas. Lleva varios días que vuelve a casa con la bolsa vacía. Ni siquiera Kumiko lo sabe, o eso cree él. Ella sabe leer su mente y sus humos de derecha a izquierda sin fallar una sola letra. Pero no lo han hablado. Aún no.
Permanece allí hasta caída de la tarde pensando qué hacer. Llega a casa y Kumiko lo recibe con un dulce beso en la mejilla. Huele a ropa limpia y a ternura a partes iguales. Le coge las manos y en su mirada Shaiming lee que lo sabe. Que sus días en el pueblo se acaban. Que tendrán que ir a la sucia ciudad. Dejando atrás el olor a ropa limpia. Guardando bajo llave la ternura. Les da pavor. Dejar atrás su existencia salvajemente pura. Domesticados por la modernidad.
Cenan en silencio y duermen despiertos y callados.
Al siguiente sol Kumiko se levanta antes y al lado del té coloca una vasija de barro. «Podemos cultivarlas», dice. El humo negro se torna gris y, tras siete lunas, encuentra una pequeña flor. En el acantilado antiguo. Donde hacía años que no bajaba. La arranca con manos de recia seda. Y la planta, miman y cuidan. Los mejores rayos de sol. La más fuerte barrera contra el viento. Las mejores gotas de rocío recogidas con esmero en cuenco de cristal.
Shaiming sigue saliendo sol tras sol. Ya no se balancea. Solo aprecia la belleza del entorno y se pregunta si la flor merece la vasija y los cuidados. Si lo que se merece no será morir como decida. O reinventarse libre de nuevo. Si es egoísmo o gratitud lo que están teniendo con ella.
El humo negro lo invade por completo. A la noche da la llave de sus pensamientos a Kumiko. Se levanta y coloca la flor entre ambos. Tiene una belleza sosegada. Es una planta tenaz, capaz de crecer en lugares recónditos donde otras no podrían ni soñar con estar. Independiente. Símbolo de refinamiento. Venerada en su cultura. Y ahora yace ahí, en una vasija. A su merced.
Se miran y se comprenden.
Con lágrimas en los ojos, y honrado por la decisión, Shaiming arranca la tierna flor y la arroja al fuego. Lo que nació silvestre debe permanecer así. No será domesticado por el hombre. No por él, al menos. La orquídea prende y un olor salvaje adormece a los dos ancianos dibujándoles una bella sonrisa en la cara. Es la felicidad.
Por Gema MO.
Hola, vuelve a engancharme, esta vez nis deja un toque de ternura y rebeldía e frente a las situaciones de la vida, me ha gustado mucho, genial. Saludos
Creo que es maravillosa, llena de amor y de entrega, quien pudiera llegar a amar así. Me encanta
Es simplemente genial….con las primeras palabras, ya me he sumergido en ese ambiente y sentimientos perfectamente descritos.
Me ha encantado.
Bueno, una vez más el relato de Gema MO consigue engancharte desde las primeras líneas. Ves, sientes, hueles esos personajes, ese lugar y esas orquídeas….
Maravilloso trabajo, bravo Gema ❤
Es un relato que te envuelve con su ternura, con ideales puros y una preciosa y generosa forma de amar. Felicidades Gema
Fantástico relato Gema, me has transladado a los acantilados suspendida en busca de misteriosas orquídeas.
Genial, me encanta esa habilidad que tiene la autora de, con sólo dos párrafos, sumergirte en la historia. Siempre me sorprende con sus finales.
Preciosa historia. Me sigue enganchando la sutileza de su descripción de ambiente con la que la autora nos deleita. Está historia te hace revólver el corazón y te deja una suave sonrisa en los labios. Me ha encantado. Gracias por este ratito. Esperamos la siguiente.
Simplemente maravilloso…es como estar allí…gracias por hacerme viajar así…