Quedaba menos de una semana para salir. Estaba preparado.
Después de veinticuatro años, once meses y veinticinco días en este centro penitenciario (en el que la mayor parte del tiempo he estado en el pabellón psiquiátrico, aún no entiendo bien por qué), había mirado los muros de esa pequeña ciudad acorazada de muchas maneras diferentes. Toda esa infraestructura que me hacía sentir atrapado tan a menudo hasta la asfixia, me provocaba otra sensación muy distinta hoy. Ya no podrían retenerme más, pero… ¿realmente me sentía contento por ello? Habían pasado tantos años desde la última vez que sentí alegría por mí mismo, que no era capaz de identificar si el sentimiento que me invadía se parecía a la alegría, a la satisfacción o a la indiferencia. Siempre supe que esto podría ocurrirme, menos mal que hice esa lista. Cuando uno sabe que puede acabar sus días en la cárcel, dedica como mínimo las veinticuatro horas antes de entrar a pensar cómo va a sobrevivir. Cómo hará para no pegarse un tiro o ahorcarse cuando encuentre la mínima oportunidad. Y, en mi caso, el día antes de entrar hice una lista. Una lista con esas cosas que hacen que uno tenga cada mañana ganas de vivir. Yo no tengo hijos ni familia que sepa de mi existencia, pero tenía veintiún años, y a esa edad, afortunadamente, todos tenemos razones para seguir viviendo. Entonces, decidí hacer una lista que me salvaría la vida cada vez que perdiera la esperanza de salir, la lista que me daría alguna pista sobre qué buscar o qué valía la pena hacer si algún día volviera a ser un hombre libre.
A todo esto… ¿dónde la había puesto? Hacía tiempo que no miraba esa lista. Desde el día en que tuve claro la fecha de mi salida, la guardé y no la volví a mirar. Pensé que no se me olvidarían esas razones por las que quería dejar de estar aquí, pero estaba tan confuso y excitado que no era capaz de recordarlas. Tenía que encontrarla.
Busqué por todas partes pero no había manera de dar con ella. Pasaron un par de días, y pregunté a los compañeros que mejor me conocían, como era el caso del Meca. Se llamaba José Miguel, pero lo llamábamos el Meca porque todos acudíamos a él en busca de consejo cuando había problemas:
-Tío, Meca, tienes que ayudarme, ¡no encuentro mi lista! ¿Crees que me la habrán robao?
-Castro, no pierdas los papeles porque no tenemos ni eso. ¿Dónde escribiste la lista?- me quedé bloqueado, pero no estaba seguro de por qué– .No jodas que te estás quedando cogío… Castro, tío, concéntrate. La lista esa tuya tiene que estar en tu habitación, ¿recuerdas? En algún lao la tendrás escrita, pero no en papel. Recuerda que a los tarados no os dejan tener papel.
-Qué mierda eres, Meca. Me vas a estar insultando hasta mi última semana. Yo seré un tarado, pero me marcho en tres días, ¿y tú? -Meca me miró de una manera extraña. No parecía amenazante, que es lo que yo habría esperado. Se quedó unos segundos mirándome con los ojos entrecerrados mientras se encendía un cigarrillo y, con cierto aire solemne, me dijo antes de marcharse con los demás:
-Nos vemos, Castro.
Hace algunos años salí del pabellón psiquiátrico y me pasaron a otro módulo que, al parecer, está un poco menos restringido. Supongo que fue cuando se dieron cuenta de que no estaba loco. Ya casi no me acuerdo, porque tengo lagunas de mis primeros años aquí, pero creo que me metieron allí porque temían que me autolesionara. Eso tuvo que ser un chivatazo, porque es cierto que yo acostumbraba a juguetear con cuchillas y demás, pero fue solo una etapa de niñato que acabó a los dieciocho o diecinueve años. Por lo que me dijeron algunos compañeros después, pensaban que me hacía daño a mí mismo por lo que había hecho.
Llegó el día. Llevaba veinticinco años en la cárcel y tenía una oportunidad de salir que no pensaba desaprovechar. Eran las diez y cuarto de la mañana, quedaban quince minutos de descanso y yo podía estar en mi celda tranquilo hasta entonces. Cogí la mesa para subirme en ella, quité la bombilla del techo, tiré del cable que había preparado tiempo antes para asegurarme de que era suficientemente largo e hice el nudo corredizo correspondiente. Nada me retendría por más tiempo en aquel lugar. Cómo me habría gustado leer una vez más mi lista… Sin duda, habría afrontado ese momento sin miedo. No recuerdo lo que ponía, pero recuerdo perfectamente que cuando la leía, me sentía como nuevo. La rabia hizo que se me bañaran los ojos, así que decidí acabar con aquel circo. Así el cable, lo coloqué cuidadosamente en mi cuello y, rápidamente, dejé caer todo mi peso a la vez que le pegaba una patada a la endeble mesa. Tras ese instante de taquicardia, solo sentí el frío plástico presionando mi cuello, asfixia, una asfixia mucho más pronunciada de la que había sentido todos esos años. Durante unos instantes, cuando me debatía entre respirar o tragar la saliva que ya nunca llegaría a pasar por mi garganta, miré al suelo. Y allí estaba. Había escrito la lista en el suelo bajo la mesa, y ahora quedaba al descubierto. Comencé rápidamente a leer:
Acariciar a mi perro.
Ligarme a chicas en el puerto.
Despertar y sentir el cuerpo de una mujer junto al mío.
El alivio que me da ver cómo juegan los niños.
Beberme un buen zumo de naranja recién exprimido.
Fumar un cigarrillo escuchando a David Bowie, como lo hacía mamá cuando joven.
Hacer el amor en los probadores con alguna dependienta.
Bromear con Josito, el del quiosco, sobre su verdadera identidad.
Estar sobrio, para que nadie decida por mí.
Un hogar en el que no haya nada con lo que hacerme daño. Sin tentación, no hay riesgo. Hay paz.
Por Mawi Justo.