Encontramos la cartilla de racionamiento en uno de los armarios que vaciamos de la tienda donde mi padre había trabajado los últimos cuarenta años; primero como mozo de mi abuelo, junto a sus tres hermanos, más tarde como copropietario una vez que mi tía Juana vendió su parte y, finalmente, como único dueño tras el fallecimiento de mi tío Andrés.
La muerte de su hermano y el fin del régimen de renta antigua habían hecho a mi padre replantearse los pilares de una vida que no había disfrutado en absoluto. Mi madre comenzó la ofensiva unos meses atrás: «Cuando tengamos tiempo para viajar seremos demasiado viejos para hacerlo». Aquella vieja caravana en el camping de Tarifa había sido el único lujo concedido durante una existencia consagrada a la venta de ropa.
El elevado precio del género provocó que ni siquiera con una liquidación agresiva consiguiéramos deshacernos de la última remesa y de los restos de otras temporadas que, dado lo clásico del corte, nunca pasaban de moda para aquel público cincuentón que frecuentaba la tienda, más como observadores interesados que como verdaderos compradores.
Cerramos definitivamente unos días antes de fin de año. «Tráete las letras de cartel», me dijo mi madre el mismo 31 por la mañana. Cuando conseguí arrancar la última sin causarle apenas daños, me di cuenta de que el pegamento había tatuado durante cuatro largas décadas el apellido de mi familia en esa piedra que imitaba al mármol y de que, aunque hubiéramos cerrado, Marqués seguiría siendo por siempre Marqués: aquella tienda de ropa clásica en pleno centro acosada por grandes multinacionales y bares de cerveza barata.
Mi abuela se quedó muda y absorta cuando le enseñé la cartilla. Acariciaba el amarillento cartón enmohecido por los años como si estuviera leyendo en braille algo que solo ella entendía y que solo estaba destinado a su persona.
No dijo nada hasta la hora de cenar, cuando entré preocupado a por ella al salón; entonces comenzó a hablar. Habían sido dos, solo dos los hijos de puta que fueron a por su hermano Ernesto a la casa. Ella los conocía desde antes, casi desde niños porque, aunque sonara a tópico, en el pueblo todos se conocían. Se llevaron a mi bisabuela porque mi tío abuelo había huido unas horas antes aconsejado, ironías de la vida, por el cura de la iglesia de arriba, a quien mataron por rojo y maricón, manda huevos. Decía que no se atrevieron a entrar, que no hubo violencia, y que el puchero que dejó cociendo su madre se mantuvo encendido hasta que primero se consumió todo el caldo, luego se chamuscaron los huesos blancos de espinazo y, finalmente, se quemó toda la leña.
Su madre no volvió, aunque a ellos sí que volvió a verlos por el pueblo, pero agachaban la mirada y mi abuela les gritaba con una voz que salía desde el centro mismo de la tierra: una tierra yerma y seca, ajada como el corazón que me hablaba desde su butaca. Entonces mi abuelo la agarraba del brazo y se la llevaba lejos, a la tapia del cementerio, para que pusiera allí flores que hicieran compañía a las otras que nadie había dejado antes de que se las llevara el viento u obligaran al barrendero, que siempre dejaba una flor de pensamiento violeta después de hacer su trabajo, a retirarlas.
Cuando sonaban las campanas la gente corría al castillo. Ella juraba que lo agarró con fuerza, que siempre lo hacía porque una vez se le perdió entre el tropel y estuvo dos días sin comer ni dormir, hasta que lo encontró acurrucado en uno de los cuartos que aún conservaba la techumbre de la antigua vicaría, que era la casa que el padre de mi abuelo, que lo perdió todo en el juego, tenía a las afueras del pueblo. Se había orinado y cagado encima, pero ella lo cubrió de besos igualmente; y no le riñó, volvieron cantando todo el camino hasta casa y solo callaron, como siempre, cuando pasaron por la tapia del cementerio y se extrañaron de no ver los pensamientos violetas en la tierra húmeda y removida.
Pero aquella vez se lo arrancaron de las manos y no fue hasta dos años después, todavía de luto, cuando se enteró de que mi tío Fernando había llegado andando a Badalona. Aún tardó varios años más en volver al pueblo porque allí encontró con facilidad trabajo como mozo de recados en una tienda de ultramarinos. Y lo que se perdió siendo un zagal que apenas asomaba a los once años, volvió siendo un casi hombre de barba precoz y rala y sobre cuyos cinco últimos años imperaba un silencio atroz que rompía el aire y secó sus ojos.
Fue mi abuelo el único en asumir que, cinco años atrás, había perdido un hijo de camino al castillo, un día que bombardearon el pueblo, y que lo que volvió de Cataluña fue el fantasma adulto del niño que no sabía pronunciar las erres al que le robaron la vida, igual que a su abuela, de camino al castillo un día cualquiera que bombardearon el pueblo.
Las jornadas en el taller de costura fácilmente llegaban a las dieciséis horas, pero entonces no había sindicatos. El recuerdo de la mirada de Saturnino el día que se lo llevaron a rastras al cementerio aún helaba la sangre y anudaba las entrañas. Algunos gastaron las pocas lágrimas que les quedaban cuando oyeron los disparos que sirvieron de escarmiento a un pueblo entero que jamás volvió a sublevarse por nada.
Ella cosía y mi abuelo trabajaba en la obra, al menos hasta que lo despidieron con una paliza que le fracturó varias costillas y le dejó una cojera que arrastró, junto con su pierna, hasta el último de sus días. La mirada de Saturnino lo persiguió durante mucho tiempo. En la calle a veces se giraba con esa incómoda sensación de los ojos ajenos clavados en la nuca; a la hora de comer no era raro que detuviera a medio camino la cuchara con cocido (nunca más volvieron a comer puchero) y gritara exasperado «¿Qué me miráis?», ante el silencio solo roto por los golpes de las otras cucharas en los otros platos de cocido. Y un día se envalentonó y se encaró al patrón y los mismos que una hora antes se habían cagado en los muertos del señorito lo dejaron sin sentido, tirado detrás de la tapia que estaba levantando.
Fernando volvió a desaparecer. Mi abuela decía que no soportaba ver a su padre postrado en la cama y no tener edad suficiente para dejar también detrás de una tapia a los que le hicieron eso a su padre, que solo aparecieron por la casa para decir que tenían familia, como él, y que una orden era una orden y que si pudieran la paliza se la habrían dado al cabrón del patrón y que mucho ánimo, que eso no era nada. Antes de irse se volvieron a cagar en sus muertos y, cuando cerraron la puerta y empezaron todos a llorar, se dieron cuenta de que Fernando ya no estaba.
Mi abuela consiguió que mi tía Juana entrara también en el taller por una vecina que había muerto de tuberculosis, como el poeta de los versos que leía Salvador, el cartero de Alicante que había venido al pueblo como la brisa de abril entre los castaños y que escondía entre las cartas los poemas que les recitaba a las costureras.
Para compensar la falta de ingresos por la convalecencia de mi abuelo, mi padre también se tuvo que poner a trabajar. No es que hubiera mucho empleo en el pueblo porque la situación económica fuera boyante, es que habían matado casi a un cuarto de la población y la falta de gente se notaba en las plazas, ahora deforestadas, y en los bares, donde había más botellas que clientes, y en el teatro, al que no volvió a ir nadie, y en la fuente, donde lavaban las viudas.
Una vez recuperado, mi abuelo encontró trabajo en una pequeña fábrica de velas y la vida siguió sin calendario ni aspiraciones: unos crecían y otros envejecían y todos echaban de menos a Fernando, a quien no sabían si llorar o esperar.
Fernando fue a dar con sus huesos de posguerra a Sevilla. Después de una semana durmiendo en los soportales de la plaza del Salvador, despertó la caridad de un anciano sin familia que regentaba una tienda de ropa a unos metros de donde pasaba las noches y que, confiando más en su manera de ser que en su aspecto, lo lavó, vistió y le dio trabajo y casa pues, a cambio de trabajar para él las veinticuatro horas del día, durante el horario de tienda como mozo y por la noche como vigilante, lo dejó vivir en el pequeño estudio que ocupaba la parte de arriba de la tienda.
La clientela no habría de cambiar mucho con los años: familias de apariencia impecable y dramas personales más interesadas en dejarse ver echando un ojo al género que en salir con una bolsa en la mano. Aun así el negocio iba bien. Un día entraron en la tienda dos señores cargando pesadas maletas en busca de algún tipo de abrigo grueso y largo. El anciano no perdió la ocasión de ofrecerles dos Robert Piguet que guardaba con esperanza por si ocurría un milagro, como aquella ocasión, y los clientes desembolsaban el equivalente, en la actualidad, a varios salarios mínimos interprofesionales puestos en fila, uno a uno, frente a la oficina del paro.
Clientes de tal calibre, además de un anisete, se merecían una especial consideración, así que el viejo no dudó en aceptar guardar sin abrir bajo ningún concepto las dos pesadas maletas que aquellos elegantes señores escondieron detrás del armario del estudio de mi tío. Antes de salir, mirando a los ojos al dueño y al mozo, les dijeron: «Si en dos años no hemos vuelto, recordarán esas maletas para siempre».
Y no volvieron. Y el anciano murió varios meses antes del plazo y, de repente, mi tío se vio con una tienda en el centro de Sevilla y dos maletas cargadas de dinero.
La casa del pueblo olía fuerte cuando entrabas: olía a madera, a recuerdos, a puchero quemado, a rutina de personas sin anhelos. Cuando Fernando entró era la hora de la cena. A mi abuelo se le cayó el plato de agua, vinagre y pan que solía cenar acompañado, a veces, de algo de pepino, y el grito de mi abuela se ahogó en su paladar antes siquiera de salir de la boca. Mi padre sujetaba a mi tío Andrés en brazos y le dijo con ternura: «Mira, este es el hermano que te faltaba por conocer». Entonces el niño comenzó a llorar porque tenía hambre y mi abuela, que tenía el pecho tan seco como sus ojos, le dio leche de vaca con una cuchara.
No giraron la cabeza cuando abandonaron el pueblo camino de Sevilla; tampoco nadie salió a despedirlos. En la ciudad se instalaron en una casa que Fernando había comprado con el dinero de una de las maletas, muy cerca de la tienda, y cambió las escrituras para que el dueño fuera su padre. Pero la burocracia es lenta y la vida corta y mi abuelo murió sin avisar a nadie una tarde de junio mientras dormía la siesta. Esa fue la última vez que se supo de Fernando.
Mi abuela nunca más quiso saber de la tienda y entró a trabajar en un taller de costura al lado de la catedral donde pasaba, voluntariamente, más de las dieciséis horas estipuladas. Y los tres hermanos, con mi padre a la cabeza, se hicieron cargo de la tienda.
Mi abuela enfermó una semana después de que comenzara a hablar y la llevamos a la cama. Una tarde vino a verla su madre y no supo si despedirse por aquel día que no pudo hacerlo o esperarse un poco y saludarla en persona. Otra mañana vino a verlo mi tío Fernando y supimos que había muerto en Badalona, adonde volvió para retomar la vida de mozo de ultramarinos que dejó suspensa por rescatar un pasado que le apretaba la garganta y no lo dejaba hablar. Antes de irse hizo un último intento por quedarse y comenzó a enrollar las sábanas como aferrándose a una vida que se le escapaba; pero cansada de luchar después de una vida en contra de la marea, se dejó ir y cerró los ojos.
Y jamás vi una expresión de tanta calma en la cara de mi abuela.
Por Pablo Poó Gallardo.
Un relato duro y bien llevado. Me ha transportado a la época y me ha contagiado de su penuria. Felicidades.