El niño inventó un colador de tristezas para su madre. Hizo una lista con todos los elementos que necesitaría y poco a poco fue creando su artefacto. Una vez terminado, se lo entregó a la madre a la hora de cenar. Ella lo miró extrañada. «Para ti», le dijo. «Es mágico», añadió. Después, pasaron los días como ovejas tras el sol. Y la madre seguía llorando a marejadas, a hurtadillas, humedeciendo la casa a todas horas, sin poder evitarlo.
«¿Por qué no pruebas mi regalo?», le preguntó él cierto día. «Te curará», le dijo mirándola a los ojos. «¿Curarme?», respondió la madre. «¿Y qué sería de mi entonces? Necesito de la tristeza para ser quien soy.»
Desde entonces, el niño trabaja en una nueva lista para crear un colador que le permita pasar al otro lado de su realidad. Justo allí donde las madres felices existen.
Por Sara Coca.