– Bueno –dice de repente el tal Alfonso, echándose un poco hacia atrás en su silla –, yo ya he terminado. Ahora Miriam te va a preguntar otras cosillas, ¿vale, Miguel?
– Perfecto –respondo.
Perfecto, los cojones. La silla que me han dado chirría cada vez que me muevo, la hebilla del cinturón se me clava en la lorza y tengo la sensación de estar sudando hacia adentro. Ya no sabría decir si llevamos media hora de entrevista o toda la tarde. Yo, soltando chorradas que me hagan parecer una persona entusiasta, dialogante y participativa, y él buscando entre toda esa maraña de frases estereotipadas un resquicio por el que asome el cabrón resabiado que los dos sabemos que soy.
A decir verdad, la chica, Miriam, parece estar tan incómoda como yo, sensación que se acentúa en cuanto el hombre abandona el despacho. La he sentido todo el rato moverse inquieta en su silla, a mi izquierda y, cada vez que he intentado hacerla partícipe de mis respuestas, la he encontrado ordenando compulsivamente los papeles que tenía sobre las piernas y que ahora ha dejado en la mesa. Debe de tener poco más de treinta años. Hay algo impostado en ella, en sus ademanes, en su disfraz de ejecutiva. A su espalda, por los huecos que dejan las lamas entornadas de la persiana, el cielo se ha ido volviendo de un gris turbio.
– De acuerdo, Miguel–comienza tras carraspear un par de veces -, como ha dicho Alfonso, vamos a terminar tu entrevista con una prueba complementaria. Es una especie de juego. Es posible que hayas hecho algo parecido otras veces. El supuesto es que tu avión se ha estrellado en el mar y estás en un bote salvavidas, cerca de una isla desierta. A bordo llevas una lista de cosas… –titubea un poco y al final opta por rebuscar entre los papeles de la mesa- A ver… llevas un mechero de oro, cincuenta litros de agua potable, hilo de nylon y anzuelos, un revólver sin munición, una botella de ginebra y un paracaídas… sí, esas seis cosas. El bote hace aguas y, a menos que te desprendas de algunas cosas de esa lista, no llegarás a la isla. Tienes que ordenarlas, empezando por la que tirarías primero y acabando por aquella de la que te desprenderías en último lugar.
Me resulta extraño. Aunque al final de su exposición se ha esforzado por coger carrerilla, casi todo el tiempo ha tenido que leer lo que decía, y su sonrisa es como una cicatriz que le cruza un rostro tenso. En cualquier caso, no es cosa mía. Bastante tengo con ir a la deriva en un bote salvavidas, cargado con un puñado de cosas que parecen sacadas de un puesto de El charco de la Pava. Esto no tiene gracia. Quizá dos décadas dejándome las pestañas y las cervicales por mi antigua empresa no fueran para ponerme una medalla, pero tampoco para esto. La patada en el culo. La vuelta a la casilla de salida, este arrastrarme de entrevista en entrevista con este traje que me aprieta por todas partes, compitiendo por un lugar en el mundo con un puñado de cachorritos recién escupidos por el sistema educativo y las alforjas llenas de diplomas del Trinity College, de cursos de Javascript y esa flamante fe en el porvenir campando en sus ingenuos rostros.
– A ver…– comienzo a decir, reprimiendo las ganas de salir de allí sin decir ni mú y dejar que el bote salvavidas se acabe de hundir en mitad del puñetero despacho -, primero tiraría el revólver, claro… Luego la ginebra, y el resto de las cosas me parecen útiles todas, pero, bueno, si tuviera que seguir tiraría el paracaídas, luego el hilo y los anzuelos, luego el mechero y, por último, el agua.
– Bien – Ha estado tomando nota de todo – .Estupendo.
– ¿Y ahora?
– Pues ahora… ahora nada. –Por alguna razón que no alcanzo a entender se está poniendo roja como un tomate-.Valoraremos esto con el conjunto de la entrevista y te llamaremos para decirte algo.
– Vale. Oye, ¿estás bien?
– Sí, sí… solo necesito un poco de agua.
– De acuerdo. ¿Yo tengo que hacer algo más? ¿Rellenar algún impreso o algo…?
– No lo sé. Voy a preguntarlo. Espera en recepción y ahora te digo.
– Bien. Estoy tomando un café en la máquina, ¿vale?
– Sí, sí. Ahora te veo.
Solo le he dado el primer sorbo al café cuando regresa.
– Nada. No tienes que hacer nada más. Ya tienen tus datos y Alfonso te llamará para decirte lo que sea.
– Está bien. Espero, entonces.
Por alguna razón no termina de irse. Desanda el par de pasos que había dado por el pasillo y me dice, bajando mucho la voz:
– Miguel, tengo que pedirte disculpas. No me quedo tranquila si no te lo digo.
– ¿Y eso?
– Me he hecho un lío con tu prueba.
– Yo también, me temo.
– No, no –sonríe – ,verás: estoy haciendo las prácticas de empresa con esta gente, en Recursos Humanos, pero habitualmente no me encargo de estas pruebas, ni estoy en las entrevistas, ni nada de eso. Es mi tercer día. La persona que hace estas cosas llamó esta mañana diciendo que estaba enfermo –asiento, entendiendo parte de lo que me quiere decir, pero no todo- .El caso – continúa– es que me he puesto bastante nerviosa cuando me han dicho que tenía que preparar todo esto y el juego ese de la isla y la lista es para entrevistas en grupo. Se trata de llegar a conclusiones debatiendo y todo eso.
– Ya me parecía que faltaba algo.
– Qué desastre –se ruboriza de nuevo, sofocada, se abanica con unos papeles que trae. Ya ni siquiera parece la impostura de una ejecutiva. Bajo esta luz mortecina, fuera del parapeto del despacho, se asemeja a un pajarillo desamparado, protegida del frío con un traje barato, un disfraz como el mío. Tiene pinta de necesitar una isla desierta.
– No es culpa tuya, creo. Así es como va todo.
No creo que ni siquiera me esté oyendo. Se disculpa de nuevo y murmura con voz cada vez más apagada algo sobre reemplazar mi ejercicio y dejarme en buen lugar. Luego ensaya una sonrisa maquinal y, girándose, camina de vuelta por el pasillo de paredes modulares como si llevara el peso de todo el edificio sobre los hombros.
Siento que el ascensor hace aguas y que no llegaré a la orilla a no ser que me deshaga de la corbata.
Ya en el coche, empantanado en el tráfico lento de la Ronda, me invade una repentina nostalgia del verano. En un semáforo hay un borracho cantando algo que me suena como de Lole y Manuel. «Porque sascondío el só / se quedó muda de pronto / la flauta del gorrión…», dice a grito pelado, y su voz rota parece por un momento capaz de imponerse al fragor de la ciudad, para finalmente perderse en la fría noche de enero.
Por José Antonio MIllán Márquez.
Uf, me ha hecho reír y poner pucheros al mismo tiempo. La dureza de este desierto que llamamos vida. Enhorabuena.