Ha amanecido, un nuevo día llega y la primera luz comienza a revelar lo circundante. Milagros se despierta cuando la habitación sale de la penumbra. Mira lo que la rodea y toma inmediata conciencia de que sigue viva otro día más, que ha sobrevivido al insomnio inicial, a los miedos que, en la noche pasada, la llevaron a un sueño torturado, a las imágenes de las pesadillas y vuelve en sí, poco a poco, en el centro de su pequeño mundo.
Muerto el marido, alejados los hijos, Milagros sabe, nada más abrir los ojos, a lo que se enfrenta: horas de tedio, vacío y soledad en su pequeño piso de dos habitaciones y sesenta metros cuadrados. Quizás se mereciera algo mejor, un entorno de lujo barroco, pero lo que hay es lo único que tiene y con lo que se conforma a sus sesenta y ocho años recién cumplidos. Como viuda, con su pensión, sobrevive a base de rutinas y pequeños caprichos, de televisión y gatos que le hacen compañía y los cinco que tiene, a esa hora, dormitan unos y otros ya se desperezan e intuyen, ante los ojos abiertos del ama, que el desayuno se acerca.
Pero Milagros hoy no tiene prisa. Intenta recordar si es lunes o martes, doce o trece, si dijeron que llovería pronto o haría sol, si escuchó las campanas de las siete o las ocho y da un repaso a lo soñado, al recuerdo vivo de esos disparates que le van viniendo a la cabeza y que la hicieron despertarse a media noche, sudorosa, con el corazón latiendo a mil y el resuello entrecortado, obligándola a decirse para sí, cuando recuperó por un momento la conciencia en medio del sueño, que tranquila, que todo era mentira, que nada había cambiado y que nadie quería comérsela, ni estaba en medio de un mar embravecido en una barca que se hundía, ni ninguno de sus hijos iba a ser asesinado por terroristas, ni sus gatos se habían convertido de pronto en leones que le mordían en los pies y que eso que notaba era solo un cosquilleo al tenerlos entumecidos por el frío. Cierra por un momento los ojos y, con la paz recobrada, vuelve a dormirse de nuevo.
Será por poco tiempo esta vez, solo algunos minutos. El sol empieza a dar color a la habitación y un rayo débil, mensajero de días más cálidos, que se cuela por un hueco de la persiana que quedó entreabierta, incide en sus párpados y los mueve. Con el movimiento, al abrirse, dos pequeñas y verdes pupilas, dos esmeraldas brillantes, inquietas, aparecen bajo una frente despejada, bien hidratada y en la que hay pocas arrugas. El largo pelo blanco, extendido, dibuja una especie de telaraña sobre el lado de la almohada en el que se posa la cabeza, su lado, el que utiliza para dormir, pese a que desde que murió el marido tiene la cama entera para ella sola.
Cuesta estirarse, desentumecer los huesos, ajustarse el camisón, calzar las zapatillas, pero del dormitorio a la cocina, apartando gatos que se enredan en los pies, Milagros se transforma. El pelo ya está recogido en un moño y el cuerpo avanza erguido. Es alta y pese a su delgadez aún aguanta firme para su edad. En los labios se le dibuja una sonrisa cuando contempla la maceta que dejó en el alféizar de la ventana de la cocina, una begonia siempre viva, de flores color rosa. Le encanta esa maceta. No sabe el tiempo que lleva con ella pero sí que no se le ha muerto, como le sucede con la mayoría de las otras que compra o le regalan, que se le mueren al poco de tenerlas. Recuerda que se la trajo alguien. ¿Quién?, piensa. Su hija, fue su hija la mayor, la que vive en Italia. ¿Es Italia? ¿O es en Francia en donde vive su hija? Habló hace poco con ella y sabe que se lo dijo, pero no lo recuerda. Tendrá que llamarla de nuevo y preguntárselo. Sostiene con ambas manos la maceta frente a sus ojos y le dedica unas palabras dulces. La planta, que parece como si la escuchara, se estremece con los halagos y Milagros la traslada a un rincón de la cocina más en penumbra, para que desde allí vea pasar las horas sin que el exceso de luz pueda dañarla.
En seguida la rutina dicta su ley, marca los pasos, guía las acciones. Es el período del hacer, los minutos en los que Milagros no para. Hay que recoger la casa, colocar cada cosa en su sitio. Pero, por alguna razón que no acierta a comprender, algunas de las cosas que utiliza todos los días, han cambiado misteriosamente de sitio. La escoba, que guarda junto al recogedor en el pequeño cuarto de la pila, ha desaparecido. Hay que barrer cuanto antes, es lo primero que hace siempre, retirar del suelo las migajas de la cena, los pelos desprendidos de los gatos, pero la dichosa escoba no aparece. Empieza a estar enfadada consigo misma. ¿Dónde ha podido meter eso que sirve para barrer? Después de más de media hora, y de darle tres vueltas al piso, no ha sido capaz de encontrarla por ningún lado. En un momento dado, comienza a sentir frío. Abre el armario para coger una bata de casa que ponerse y tras ella, en el fondo del armario, descubre la escoba. ¿Como pudo llegar hasta allí? Ella no la pudo poner, eso es seguro. Serían los gatos. Tuvieron que hacerlo ellos. Y Milagros, que nunca les regañaba, que los trataba hasta ese momento con especial cariño, al primero que encuentra, le da un golpe con la escoba. El pobre animal, sin saber a qué venía aquello, lanza un gemido lastimero y huye a esconderse bajo un sillón.
Ya tiene la escoba, sabe que la estaba buscando, pero se pregunta para qué lo hacía, si ya ha barrido. ¿O no? No es posible que no haya barrido, a esas horas ya lo ha hecho todos los días. Si es lo primero que hace, antes incluso de tomarse su desayuno, un vaso de leche con miel y galletas. Deja la escoba en su lugar en el cuarto de la pila y al volver al pequeño salón ve en el suelo unas migajas y los pelos de los gatos. Entonces, ¿no ha barrido? No puede ser, si acaba de dejar la escoba en su sitio, es porque ha terminado de barrer. Comienza a pensar que se está empezando a volver loca.
Nerviosa y enfadada, confundida y cansada de dar vueltas por el piso, se deja caer en su sillón tratando de olvidar lo ocurrido. Sabe que, para no pensar, lo mejor es ver la tele. A esa hora empiezan los programas que tanto le gustan. La pantalla muestra imágenes de gente que, hoy, discute. La salita de estar se llena de voces estridentes, que apenas se entienden. Milagros intenta adivinar qué dicen, pero es incapaz. Ve sus caras, los reconoce, son siempre los mismos. La presentadora en el centro… ¿cómo era su apellido? Si hasta ayer lo recordaba. Bueno, ya lo recordará, tampoco es tan importante, se dice.
Han pasado varias horas, un programa dio paso a otro, y este a su vez a una telenovela, y sin saber muy bien la hora que es ni ser consciente del tiempo que ha pasado, empieza a sentir hambre. Deja la salita con el televisor encendido y entra en la cocina. Adherido a la puerta del frigorífico con un pequeño imán, descubre un papel, la hoja arrancada de un bloc escrita a mano. Es como una lista, la letra se parece a la suya. ¿Cuánto tiempo lleva puesto ahí ese papel? No lo recuerda. La lee.
“Me llamo Milagros Pérez Solano.
Vivo en la C/ Iturbide, nº 8, 4º A de Córdoba. Tengo sesenta y ocho años.
Mi médico me ha dicho que escriba esto y lo ponga en un lugar visible y que lo lea todos los días.
Soy viuda y tengo tres hijas que viven en Bilbao, en Ávila y la mayor en Berlín, Alemania. También tengo cuatro nietos y cinco gatos.
El bolso con el monedero lo guardo en el cajón del mueble de la tele.
Todos los lunes tengo que ir a la tienda que hay debajo de casa a comprar lo que me falte de comida.
El dependiente que me vende las cosas se llama Lucas.
El botón rojo que hay sobre la mesita de noche es el de la teleasistencia…”
Fin.
Por Ricardo Muñoz Carrión.