Todo comenzó del modo en el que nunca deben comenzar las historias: despertar una mañana en su cama sin recordar cuándo, en la noche anterior, había dejado su despacho y sus papeles para irse a dormir. Pero si así es como había ocurrido, así era como había que contarlo.
Despertó, decíamos, y se encontró en su cama. Las zapatillas no estaban en el lugar en el que siempre las dejaba. La ropa estaba tirada por el suelo. Y ella estaba desnuda entre las sábanas revueltas.
Su último recuerdo de la noche anterior eran números, signos, símbolos, funciones, ecuaciones, fórmulas… las mismas con las que llevaba peleando un par de semanas. Ni siquiera recuerda haber tenido sueño. Había un vacío desde el estudio y su trabajo hasta el abrir los ojos en su cama.
Le costaba salir de allí y ponerse en pie. Algo atenazaba su cuerpo y su cabeza se negaba a ponerse en marcha, pero finalmente lo consiguió. El impulso era fuerte, y antes de ir al baño o a la cocina, sus pies descalzos se dirigieron al estudio. Allí donde su memoria registró el último recuerdo del día anterior.
Y entonces vio la fórmula escrita en su pizarra. Era la solución a todo. Y era más que evidente. Había estado ciega, ahora se daba cuenta. La alegría inundó su cuerpo. Algo tan sencillo, tan lógico, y que había tardado tanto en descubrir. Esto iba a cambiar la historia para siempre.
Pero entonces, cuando ya veía la solución a todos los problemas gracias a aquella ecuación escrita en su pizarra, se dio cuenta de que aquella no era su letra. No sabía quién había estado en su casa, quién había dado con la solución, pero ella no había escrito aquello. Eso era seguro.
Aquella fórmula era simple, tanto que le avergonzaba no haberla descubierto antes. Pero gracias a ella, ahora podría pedir lo que quisiera. Cualquier cosa. Desde que estallara la crisis mundial, desde que el agua potable se agotara en el planeta, habían sido miles los que habían tratado de encontrar, mediante ecuaciones, mezclas, teorías… la solución al problema. Siempre sin éxito.
Hasta ahora.
Con esa sencilla fórmula, un puñado de tierra, cualquier tipo de tierra, podía convertirse en agua en apenas dos horas. Y eso le daba un poder casi ilimitado.
Pero, ¿y si anunciaba el descubrimiento? Aquello salvaría a millones de personas, sí, pero… ¿y si después aparecía su verdadero autor?, ¿y si quedaba en evidencia delante de todo el planeta?
No, era mejor callar. A fin de cuentas, sin aquel descubrimiento, en poco más de un mes no quedaría nadie que pudiese reprocharle nada.
Por Juan Antonio Hidalgo.