«André Geim y Konstantin Novoselov.» Nunca me ha gustado leerlo cada día pero es lo primero que veo cuando llego al laboratorio. Ellos abrieron la puerta de la investigación. Lo del cartelito fue cosa de Ismael, mi «pareja de baile» en esta faena.
André y Konstantin abandonaron el proyecto en 2015. Se acabaron los fondos para las investigaciones internacionales. El gobierno ruso (por suerte para el resto de la humanidad) no fue capaz de ver el potencial del tema y el prestigio del Nobel se fue apagando como una estufa que se queda sin petróleo.
En aquel año, y mientras ellos colgaban las batas, yo, extremeño rarito por definición, aterricé en la Facultad de Física. En las notas que se iban publicando pude ver, examen tras examen, que un tal Ismael Inarritz de Inderueta proyectaba en mí una sombra bien alargada. Que yo iba de nueve y medio, él de diez. Que yo iba de diez, él de matrícula. Siendo la competición uno de mis grandes hobbies, me tiré de cabeza a la búsqueda, al menos, del empate perfecto. Pronto quedó de manifiesto que iba a ser una lucha perdida, yo era un alumno aventajado, destacable y altamente sociable. Él, un alumno irascible en lo personal y perfecto en lo académico. Se licenció Cum Laude. Yo me quedé con un sobresaliente y la chica más bella de la promoción. No estaba mal.
Cuando en último curso nos presentamos a aquel concurso de investigación, lo hicimos sin mucha esperanza, pero con un proyecto ambicioso que vapuleó a todos los demás candidatos: retomar el legado en el desarrollo de la microrretícula. Dar forma a lo que ellos habían empezado. Generar un material ligero y firme que revolucionara la industria, a todos los niveles. El nombre verde hablaba de nuestra principal intención al respecto. Con una crisis energética que hacía tambalear los cimientos de la civilización que conocíamos, el ahorro en combustible era nuestro leitmotiv. La prometida revolución aeronáutica no tenía parangón. Un avión comercial rebajaría en más de una tonelada su peso y, por ende, su consumo de combustible.
Primeros años (2019-2023)
La ilusión es nuestro motor. Planteo a Ismael ponernos horario labora,l pero queda claro que solo yo voy a cumplirlo. Admiro su brillantez y su tesón a partes iguales. Me voy a vivir con Teresa. Él tarda un año en venir a casa. Le presentamos a Carmen. Me mira extrañado y casi indignado. Ya tiene un motivo de vida, acabamos de imprimir nuestro primer tejido. Es del tamaño de un dedal. Ismael actúa como un padre con ese trozo inerte y ligero como una pluma. Hacemos una foto en la que un diente de león luce sin que se desprenda ni una de sus blancas hojas con nuestro material por sombrero. La foto es distribuida en algunas revistas de prestigio y recibimos las primeras llamadas de la industria. Ismael deja claro que firmar un precontrato y enredarse con Carmen le apetece por igual. Nuestro laboratorio comienza a ser su país. Se trae un pequeño sofá, un microondas y monta una ducha improvisada en el baño. Entre dos pizarras cuelga una barra. En ella deja dos camisas y un pantalón. Día sí y día también, cuando llego a las ocho con el calor de la boca de Teresa aún en mi espalda, lo veo encogido en el sofá con un lápiz en la mano y rodeado de papeles. Ismael es la ilusión.
Carrera de fondo (2023-2025)
Repite que esto es una maratón, pero yo pienso que comienza a parecerse demasiado a una carrera de velocidad. En dos años acaba el proyecto y con él los fondos. Hemos rechazado a varias empresas (de cielo, mar y aire). Él no lo ve claro. Teresa está embarazada. Él lo ve como un lastre. Tenemos nuestra primera fisura. Mi vida es mi familia, la suya… en fin. Se vuelve extraño y distante y se encierra en uno de los pequeños almacenes a trabajar. Ya no lo encuentro en el sofá, lo escucho resoplar tras la cerradura. Llevamos meses alrededor de una ecuación. No somos capaces de discernir el valor exacto que hay que aplicar para pasar a fabricar piezas grandes de verde. Soy padre. La vida me enseña la verdadera felicidad. Intento explicárselo. No lo consigo. Escondido tras sus números y sus gafas ahumadas, parece estar perdiendo la capacidad de comunicarse con los demás. Si no eres un dato, no vales; si no hablas del proyecto, no te escucha. Llega la carta. Fin del proyecto. Nos paraliza el saber que estamos tan cerca y que no lo hemos conseguido. Necesitamos liquidez. No hay financiación posible. No quiere ni oír hablar de vender la investigación. A pesar de Teresa y de mi bebé, y en un último suspiro por volver a recuperar ánimos perdidos, vendo todas mis posesiones menos la casa donde vivimos. Ismael es un científico sin techo. Definitivamente, el laboratorio es su hogar.
El final (2026-2028)
Cada vez es más brillante en sus reflexiones. Se ha colocado a años luz de mí. Casi me he quedado en el plano financiero. No consigo entender su complicada maraña numérica. Siento la decepción en su mirada. Se encierra. Por semanas. Me alejo e intento disfrutar de mi vida. Ficho por una universidad privada como profesor de pijos sin talento. Teresa es feliz. Visito el laboratorio una vez a la semana. A veces sale a saludarme, otras no. Sigue enfrentado a la ecuación de cinco líneas que nos persigue desde hace años. En febrero sufre un bajón importante. No sé a qué es debido. Lo visito en el hospital y le cuento que han vuelto a llamarme de una empresa aeronáutica de renombre. Con un gesto de la cabeza y los ojos mirando al suelo me dice que no. A partir de ese momento entra en una extraña dinámica de comportamiento. Hasta hoy. Tras varias semanas sin ningún contacto y con verdadera preocupación he forzado a cerradura de su habitáculo. Temía lo que iba a encontrarme. Del techo, y con su cinturón al cuello, Ismael pendía de una viga, sin vida. Estaba frío y azulado. Llevaba varios días así. En la pizarra, en el techo y en las paredes, casi como una pintura rupestre, se lee la ecuación resuelta y una fecha 25/02/2028. Estamos en Noviembre.
Tras el entierro, he vuelto al laboratorio. Llevo un día entero sentado frente a la pizarra. Intento buscar una razón. Por una vez no hay fórmula que me ayude. Recojo todos los documentos para ponerlos en orden y plantearme el camino que me queda. A qué puertas llamar y en qué empresa confiar. Tras horas de silencio, concluyo: un ídolo no es un ídolo si no te regala el dolor de la decepción. Él encontró la solución y su vida se quedó sin centro. Salgo a la calle y respiro. El frío de la mañana me hace sentir vivo. Las perspectivas son muy interesantes. Hay que elegir bien. Se lo debo.
Por Gema MO.
Genial!!! me encanta!!!
Hola, me ha gustado mucho, te imaginas practicamente toda la historia, dentro del pequeño relato. Me ha impresionado.
Genial, te quedas con ganas de más, es un relato corto, pero cuenta una gran historia, felicidades
Me gusta. Y es que “dedicarse a algo en cuerpo y alma” es uno de los grandes errores de la Humanidad. Me gusta también el uso de frases cortas y contundentes.
Genial….me encanta!!!