Poca gente, apenas nadie, le dirigía la palabra, y el desinterés era fundamentalmente recíproco: el muchacho dedicaba la mayor parte de su tiempo al estudio, ocupado en el complejo y costoso aprendizaje de una cantidad ingente de fórmulas incontestables, también indescifrables y pretendidamente definitivas; y las horas que le sobraban, que no eran muchas, las invertía en los largos, aburridos trayectos a la facultad, durante los cuales desayunaba o almorzaba un ridículo bocado, y por supuesto en descansar, algo cada vez menos habitual. Carecía de amigos, no recordaba haberlos tenido jamás; tampoco demostraba que aquella soledad le afectase ni distrajera. Sin embargo, aunque pretendiera negarlo o aparentar una indiferencia implacable, M. no pudo dejar de sentir cierto orgullo, quizá salpicado de vanidad, cuando la chica pelirroja se le acercó con discreción decidida a entablar conversación.
No era frecuente que alguien le prestara más atención que la estrictamente necesaria para mirarlo con desdén, a veces con un punto de curiosidad malintencionada, siempre con extrañeza: M cumplía todos los requisitos para ser blanco fácil de chistes y de bromas o, en el mejor de los casos, pasar inadvertido. Sus compañeros de la facultad de Ciencias conocían su fama, esa serie interminable de sobresalientes con que los profesores, hasta los más estrictos, celebraban sus exámenes; pero fuera de aquellos muros, a nadie más importaba su descomunal esfuerzo, su dedicación ferviente, casi monacal.
Por eso, y porque en el fondo la esperanza no había sido enterrada definitivamente, M. recibió con gusto las palabras de la muchacha pelirroja, y aceptó de buen grado su compañía, además de sus preguntas continuadas, que no habrían desentonado en un interrogatorio. No la conocía de vista, aunque ella parecía saber todo sobre él; dijo pertenecer a la facultad de Letras, pero demostró estar interesada en los fiables mecanismos de los movimientos rectilíneos y parabólicos, que carecían de secretos para M., quien nunca había pensado que sus conocimientos, en apariencia estériles, sirvieran o pudiesen tener validez, mucho menos vigencia, más allá de las paredes de su cuarto o de las inhóspitas aulas por donde esparcía su gris, su anodina presencia.
La chica escuchó con atención sus explicaciones, M. respondió a todas sus preguntas: una especie de complicidad surgió entre ellos, y el entusiasmo de M. no lo dejó advertir el nerviosismo de la pelirroja, su mirada huidiza y la forma brusca de esforzarse por no llamar la atención. De repente, sin que nada propiciara aquella confianza, la muchacha agarró del brazo a M. y le susurró al oído, sin dar a sus palabras el tono de una orden, tampoco, menos aún, de una súplica, que la acompañara. M. obedeció; desde hacía un buen rato ambos sabían, aunque no simultáneamente, que él no rechistaría: haría cualquier cosa por agradarla.
Lo condujo a un local cercano a la zona de los colegios mayores que rodeaban el campus universitario: podría haber pasado perfectamente por una asociación de estudiantes, pero incluso M. fue capaz de observar las diferencias y darse cuenta. Todos los presentes hablaban en voz baja, no dejaban de fumar, miraban del mismo modo que la chica pelirroja y, aunque ponían todo su empeño en ocultarlo, tenían miedo. La muchacha pidió a M. que repitiera su explicación, que detallara el modo en que un lanzamiento parabólico perfecto, siguiendo las sólidas leyes de las ecuaciones de la física, podría salvar un obstáculo, cualquier obstáculo, para impactar en el objetivo deseado y lograr el éxito, tanto teórico como práctico. M. quiso hablar, decir algo en contra de aquella insistencia artificial, pero supo de inmediato que no lo haría; no solo por la pelirroja, cuyos ojos estaban humedecidos de emoción, quizá de sadismo, sino porque era la primera vez, a excepción de sus profesores (y estos no contaban en el haber) que un grupo de personas parecía interesado en lo que contaba, en todo lo que sabía.
Cuando terminó su explicación, los presentes aplaudieron; M. estaba emocionado: buscó con la mirada a la muchacha, pero fue ella quien lo vio primero: una sonrisa de satisfacción plena le cruzaba el rostro. Uno de los chicos, con cara de pocos amigos y profundas ojeras de fanático, se destacó del grupo y, mirándolo a los ojos, abrazando inequívocamente a la pelirroja, casi sobándola con lascivia, aseguró ―estaba claro que ninguno de los congregados le llevaría la contraria― que nadie mejor que el propio M. para lanzar la bomba que debería alcanzar necesaria y justamente el coche oficial durante el desfile de aquella misma tarde. M. no protestó; la chica seguía sonriendo, encantada.
Por Fernando García Maroto.
Bienvenido! Buen debut!
Muchas gracias.
Me sumo con gusto a este gran proyecto.
Y les leo con interés.
Un saludo.
Muchas gracias.
Me sumo con entusiasmo a este proyecto.
Y les leo con interés.
Un saludo.
Hola.
Muy buen relato. Lo he disfrutado mucho.
Saludos.
Muchas gracias.
Espero poder compartir otros.
Un saludo.
Enhorabuena. Otro delicatessen más de Fernando García Maroto, nos tiene acostumbrados a un nivel muy elevado. Me quedo con ganas de más.
Muchas gracias, Carlos, por leer el texto y por el comentario.
Un fuerte abrazo.
Y pensar que mucho de esto ocurre a diario en la vida, todos de alguna manera estamos tan ocupados y concentrados que no vemos detenidamente lo que nos pasa alrededor. Seguro que muchos lectores han quedado prendidos del relato y lo han terminando leyendo hasta el final.
Saludos desde Fibo Group
Gracias por sus palabras y por haber dedicado un rato a leer el texto.
Un saludo.