“Por el amor de Dios, otra vez no”.
—¿Ha sido Pam?—preguntó Eddy como cuando los domingos preguntaba: “¿Debo acompañarte a la iglesia, Betsy?”.
Tercer caso de pene ensangrentado en apenas una semana. De ninguna manera podía contarle aquello a Betsy. Lo había hecho en el primer caso con el objeto de rellenar por una vez el vacío incómodo de las cenas. Edward Callaghan actuó de manera acertada. Consiguió incluso que ambos rieran ante la cómica escena que el doctor Callaghan había protagonizado. No era para menos: el remiendo concienzudo de un pene maltrecho era digno de una película de los Monty Phyton.
Betsy se había tomado el segundo miembro como una de esas coincidencias imposibles que recordarían en algún funeral familiar de la década siguiente. Hasta habían acordado que se referirían a esa semana como “la de los siete días y los dos falos”, y todos reprimirían unas carcajadas ante la cercanía del ataúd.
Definitivamente, un tercer pene era demasiado. Edward Callaghan no cometería ese error. ¿Qué podía importar una cena más sin palabras? Corría el peligro verdadero de que su esposa pensara que había enloquecido. Betsy era de esas personas que tendían a pensar que todo el mundo a su alrededor estaba loco. Veía comportamientos irracionales por todos lados. “Eddy, querido, el loco del señor McCarthy ha empezado a montar en bici”. “Eddy, querido, el loco del alcalde nos ha subido el impuesto de basuras”. “Eddy, querido, aparta esa mano, ¿estás loco?, no somos unos chiquillos y, además, hace frío”. Eddy recuerda el día que quiso probar los pantalones vaqueros. “Eddy, querido, ¿acaso somos granjeros? ¿Acaso ves ovejas pastando en nuestro jardín?”. ¿Cómo podía atreverse a soltarle, por tanto, que nuevamente tenía a un tipo de rostro mustio, justo frente a él, con piernas temblorosas, cubriéndose el pene con un pañuelo salpicado de sangre? ¡Betsy marcaría el número del psiquiátrico de Green Falls inmediatamente!
El día había amanecido envuelto en la acostumbrada niebla que el río Shannon solía cagar. El castillo del Rey Juan parecía un galeón saqueado a la deriva. A lo largo de la mañana había ido asomándose un trémulo sol que hacía concebir una vaga esperanza. Quizá diera un paseo por las colinas antes de marchar a casa. Las colinas estaban cubiertas de altas hierbas que se bamboleaban al son que dictaba el viento. A Eddy le gustaba detenerse, mirar al horizonte y sentir el roce de las hierbas en sus piernas. Existía un punto en esas colinas donde se podía distinguir una línea azulada. Era el Atlántico. Más allá, mucho más allá, estaba Norteamérica. ¡Nueva York! ¡La ciudad que nunca duerme! Betsy y él decidieron pasar unos días allí en el verano de 1978. Habían visto Taxi Driver desde la última fila del cine de Main Street. “Tenemos que ir a ese maravilloso hormiguero”, se dijeron en los títulos de crédito. Desde luego eran otros tiempos; tenían un puñado de planes en común. Dicho y hecho. Eddy disfrutó de lo lindo paseando por aquellas avenidas. Tuvo la sensación de convertirse en un Robert de Niro que se desplazaba con ligereza por aquel enorme escenario. En Limerick no había edificios que provocaran tortícolis. En Limerick no había un parque como Central Park. Ni taxis amarillos. Ni un fantasma de la ópera de sesenta pies de altura. Ni puestos de perritos regentados por puertorriqueños. Ni una plaza abarrotada de chinos jugando al ajedrez. ¡En Limerick todos eran irlandeses! ¡Católicos y aburridos irlandeses!
A decir verdad Limerick no tenía gran cosa. Que él supiera todas las ciudades podían presumir de algo. Cork tenía a sus bulliciosos universitarios; Dublín, el Temple Bar y a Molly Malone; Galway, el orgullo de haber ahorcado a los náufragos españoles de la Armada Invencible. Limerick, nada, solo un horrible olor a culo. Pero era tarde para plantear una mudanza en casa. Betsy abriría mucho los ojos si se lo propusiera y diría: “¿Estás loco? ¿Y abandonar mi grupo de catequesis?”.
El último día de estancia en Nueva York Betsy dijo desde la cama: “Prefiero quedarme en el hotel, Eddy, querido, ¿no ves que aquí están todos locos?”. Edward no le dio importancia al asunto —realmente contempló la posibilidad de que su esposa se hubiera quedado encinta y se encontrara algo fatigada— y pasó el día observando el ansioso caminar de los brokers de Wall Street.
En la vida hay incógnitas fácilmente resolubles. Únicamente es necesario aplicar el sentido común. Despejar X o Y se convierte en un juego de niños si se utiliza una observación reposada de los diversos elementos. Por lo que Edward sabía —el doctor Callaghan aplicaba anestesia local y los dos anteriores penestronchados charlaron sin parar— aquella Pam había estado casada largo tiempo antes de que su marido optara por finiquitar su vida en los acantilados de Moher. Efectivamente, recordaba aquel suceso, fue un episodio sonado en Limerick. El marido de Pam fue el suicida número veinte de aquel año en los acantilados y las autoridades pensaron que para detener a los próximos suicidas bastaba con instalar unos carteles de advertencia. “Peligro de suicidio”.
Todos supusieron en Limerick que el suicidio del marido de Pam pudo deberse a uno de los tres motivos habituales: infidelidad conyugal, deuda de juego o prohibición médica de consumo de cerveza. La cuestión es que Pam, tras un periodo de luto aceptable, decidió disfrutar de una plena y libre vida sexual, lo que aclaró bastante la razón del suicidio.
Lo cierto es que había un tipo, de pie, en mitad de la consulta, sujetándose un pene machacado, esperando que el doctor Edward Callaghan arreglara el estropicio. Así que Eddy suspiró, se levantó de su silla como Sísifo bajo el peso de la piedra, cogió aguja e hilo y se puso manos a la obra. Cuando hubo terminado tenía clara una cosa: iría a ver a Pam.
Tenía que poner remedio a esta situación y para ello necesitaba conocer de primera mano el origen del problema. Pese a la gran habilidad que demostraba, no podía permitir que se le asignara una fama de enderezapenes. Ciertamente no le causaba emoción. Su padre no lo sacó de la herrería y lo envió al Trinity para que terminara zurciendo vergas. Además, ¿qué diría Betsy? ¿Qué diría la familia de Betsy? ¿Qué pensaría la hermana-bruja de Betsy? Ya era demasiado soportar cada navidad la tradicional broma de su cuñada. “¿Cubiertos de fabricación propia?”. Era necesario zanjar el tema, nunca mejor dicho.
Pam vivía en uno de esos barrios de casas de planta baja y fachada de ladrillos rojizos construidas expresamente para los obreros de la acería. De las ventanas salían voces masculinas y femeninas con un volumen a tener en cuenta. Un par de niños pasaron junto a él en sus bicicletas. Edward Callaghan juraría que esos mocosos lo intimidaron con sus miradas. Se apresuró a tocar el timbre.
Parece ser que había interrumpido su cena. Ante él se encontraba una mujer pelirroja, con unas pecas que empezaban en el nacimiento de su cabello y que se perdían por el precipicio de su escote. Apoyada en el quicio de la puerta principal, Pam lo miraba como si se tratara de un salmón por el que estaba dispuesta a pujar fuerte en la lonja.
Incógnita despejada. Efectivamente, había sido Pam: tenía la dentadura de un caballo percherón. Dio un mordisco a su manzana y la mitad de ella desapareció.
El doctor Edward Callaghan miró a un lado y a otro de la calle. El viento debía de estar acariciando las hierbas de las colinas. Los neoyorquinos debían de transitar a esas horas por sus aceras con grandes cafés humeantes en las manos. Algún suicida debía de ir camino de los acantilados. Betsy debía de estar parloteando por teléfono con sus hermana mientras limaba sus uñas. Su tercer pingajoquebrado debía de estar en el sofá de su casa amodorrado por los analgésicos.
Entonces, decidió entrar. Edward Callaghan sabría cómo arreglárselas.
Por José Pedro García Parejo.
Y entonces, Edward Callaghan se convirtió en el prota de esa película… ‘Yo soy el número cuatro’… jajaja
Fantástico!!
¡qué doloooo! Peligro, suicidio… He visto algún pene roto y, joder, es un tema chungo. Lo he pasado genial hasta el final de la historia, engancha!
Madre mía Pam! Muy divertido…si señor
Gracias, compis. Hace días que no tengo noticias de Eddy, temo por él…
No es de extrañar que andes preocupado querido, a estas alturas alguna parte de Eddy, estará abonando algún alcorque de la zona.