Los vi salir de una de esas pequeñas tiendas de barrio que tienen de todo, en la zona del Pumarejo.
A ella no la había visto en mi vida, pero tenía una de esas pintas que no se olvidan fácilmente: rubia oxigenada, bote y medio de laca, pitillos grises, botas tejanas por fuera… Bonnie Tyler de sábado por la mañana. Caminaba detrás de él, hablándole sin parar, visiblemente enfadada mientras se iba cambiando de mano una bolsa de plástico traslúcido en la que se adivinaban entre pocas cosas más un brick de leche, un cartón de huevos y un par de litronas.
Él iba como con prisa o intentando dejarla atrás. Lo reconocí al instante, porque esas cosas se me dan bien, y porque los muchos años transcurridos desde la última vez que lo vi han caído sobre él sin tratarlo excesivamente bien, pero de una manera esperable. Algunas canas más en las greñas lacias, e iba un poco más encorvado de lo que yo lo recordaba, quizá por la que le estaba cayendo.
De todas formas, en la foto mental que guardé del grupo todos estos años, nunca fueron jóvenes. Sus rostros siempre se me aparecieron como moldeados en cuero viejo, sus siluetas enjutas bañadas por la luz de los focos, sirviendo de percha a aquellas preciosas guitarras que parecían llevar cosidas al cuerpo.
Eduardo Ramírez, Eduardo Winchester, veinticinco años después. Los conocí, a él y a su grupo, Los Hermanos Winchester, allá en el pueblo. Durante los noventa vinieron a tocar durante cuatro o cinco años a la velá de San Isidoro, a mediados de aquellos octubres plomizos, cuando el verano ya había echado sus persianas y nosotros andábamos mareados con la matrícula del instituto, vagando sin rumbo por aquellas tardes que empezaban a acortarse siniestramente, buscando por el erial desolado en el que se convertía el pueblo un agujero donde escondernos del otoño, de aquellas tardes repetidas y grises, del futuro.
Llegaban siempre en torno a las seis, en una vieja pick up con capota de lona. Los contrataba Pedro Marín, de la Asociación de Vecinos de San Isidoro, que había hecho la mili con el batería. Solo nosotros, que andábamos rondando la plaza hasta que llegaban, asistíamos a aquellas desangeladas pruebas de sonido, admirados de aquello que emanaban: una especie de malévola petulancia, cierto aire de forajidos, como si en vez de ser cuatro puretones de Sevilla Este y haber conducido cincuenta kilómetros para llegar hasta el pueblo, vinieran de mucho más lejos, como si hubieran dormido la noche anterior en un polvoriento motel de Tucson, Arizona, después de haber tocado en algún oscuro tugurio donde los parroquianos bebían Miller de espaldas al grupo y las mujeres pasaban cerca de ellos de camino hacia el baño, lanzando sugerentes miradas furtivas.
Eso nos parecía. La vida aún no había impuesto sus filtros, su cinismo, y nosotros, provincianos, aburridos y adolescentes, admirábamos a aquellos tíos con ese candor que solo se tiene a los quince años.
Hacían versiones de clásicos del rock, empezando siempre por cosas relativamente suaves, la Creedence, los Eagles, Lynyrd Skynnyrd, canciones que a los del pueblo les sonaban como mucho de haberlas oído en algún anuncio de televisión. Nosotros adivinábamos nerviosos los títulos de las canciones como si estuviéramos en un concurso, en cuanto sonaban los primeros acordes. Ni mucho menos era la música de nuestra generación, pero nos habíamos tropezado con ella en nuestra ardua labor de arqueología musical, escuchándola en las emisoras de rock, recopilándola en regrabadas casetes en las interminables tardes de lluvia, encerrados en nuestro cuarto, los ojos del Sherpa o la cara desencajada de Ozzy Osbourne mirándonos desde los pósters de la pared.
Durante aquellas noches de velá, la mayor parte del público se iba dispersando a la cuarta o quinta canción, y te los encontrabas haciéndole chascarrillos a Pedro Marín, en plan “de dónde has sacado a estos” o cualquier cosa por el estilo. Pero Los Hermanos Winchester seguían a lo suyo, insobornables, tocando ya prácticamente para nosotros, que no podíamos creer que lo que estaba sonando salía de aquellos amplificadores viejos que habían traído en una destartalada camioneta, cubiertos por una lona. A medida que avanzaba la noche la cosa se iba poniendo más recia, y acababan siempre tocando el Born to be wild, algo peleón de los Doors, incluso un año – de los últimos si no recuerdo mal – se atrevieron con el Highway to hell. Nos concedían un bis o dos, y luego nos recibían en audiencia cuando nos acercábamos a saludarlos, mientras recogían el equipo y se tomaban un par de botellines. Guasones, altivos, más chulos que un ocho. La vieja guardia. Purasangres. Viejos y sabios como el oficio que defendían. Después, mirando de reojo a las chicas que nos acompañaban, sonreían, y soltaban alguna impertinencia. “Cuidado con las curvas” era la más frecuente, una especie de coletilla que Eduardo dejaba caer mientras con la mano nos apuntaba como si sostuviera un revólver. Luego quemaban un poco de rueda, y se iban con la música a otra parte.
Esta mañana los he seguido, a él y a su compañera, movido por la curiosidad, y después de salir de la tienda se han metido en una tasca que era casi un pasillo. Él ha pedido un cortado y ella una cerveza, que se ha bebido sin dejar la retahíla que le estaba soltando, y de la que solo he podido pillar que tenía que ver con la factura del agua y el casero. Él se limitaba a asentir, con más hartazgo que atención. En un momento dado se ha puesto de pie, ha dejado unos euros en la barra de aluminio y ha salido sin esperarla. Ella le ha dado un último trago a la cerveza y ha salido tras él de nuevo, mentándole a la madre como mínimo.
Yo ya no he tenido cuerpo para seguirlos. Me he quedado quieto, apurando mi café en mi rincón de mostrador, fingiendo leer el periódico de ayer o ver el telediario de hoy, tanto da. Medidas cautelares para Rodrigo Rato. Semana de la moda en Nueva York. Al parecer, este otoño se van a llevar las canastillas del pan en la cabeza. A final de temporada se retira Valerón.
Pues sí. De eso va la cosa al final, he pensado. Ya lo dijo Machado hace más de cien años, y nadie ha podido enmendarle la plana: lo nuestro es pasar. Versionar con mejor o peor tino una canción que nunca es nuestra, el puñetero rock de los días.
Al salir del bar, no sé bien por qué, se me ha venido a la memoria algo que le escuché una vez a un músico en un concierto de música celta: el tío explicó que los gaiteros se pasan media vida afinando la gaita, y la otra media tocando desafinados.
La mañana se había encapotado un poco. El aire olía a humedad. De camino hacia la Ronda, aún me he girado como queriendo adivinar al amigo Eduardo entre el mar de cuerpos que había tomado al asalto la calle San Luis. “Cuidado con las curvas” he recordado, y he sorprendido a mi propio reflejo, en el escaparate de una mercería, amagando una sonrisa maliciosa que me ha hecho apartar bruscamente la mirada y seguir caminando calle arriba, algo desafinado conmigo mismo.
Por José Antonio Millán Márquez.