– Hey, tío, muy bueno el concierto. Ha molado. Casi me da un yuyu.
Un heavy cuarentón alza un puño con una muñequera de tachuelas mientras saca el índice y el meñique. Espera una mirada de complicidad o agradecimiento por mi parte. Le doy la venia inclinando la cabeza para que pueda retirarse y nos deje tranquilos.
Una rubia de pelo escarpado otea al escaso público que queda en la sala intentando adivinar quién podría invitarla a un porro.
– ¿Siempre fuimos así de patéticos?
– No. No siempre. Pero sí la mayor parte del tiempo.
No respondo. No hace falta. Sé que tiene razón.
– Para eso estoy yo. Para arreglaros. Para arreglarte.
Me deja coger su guitarra. Es una belleza de madera vieja. Apoyo los dedos de la mano izquierda en los tres primeros trastes formando un acorde en G. Acaricio con mis dedos de la mano derecha las cuerdas metálicas. La afinación es extraña y maravillosa.
Tiene razón. Estamos muertos. Cinco desgraciados muertos.
David fue un tipo atractivo hace veinte años. Ahora su barriga asoma por debajo de la camiseta sin mangas y cuando suda (no más tarde del segundo tema) se le ve el cartón. Su voz ha mutado junto al resto de su cuerpo. Cuando empezamos, tocábamos en Re. Ahora estamos tocando en Do. Aun así, David empieza a dar síntomas de quedarse medio tono más bajo otra vez.
Saúl es el batería. Judío. De buena familia. Vio nuestro declive antes que yo. Lleva un par de años estudiando ADE. En otro par estará dirigiendo su propio negocio y, por primera vez desde que entró Allen en el 94, tendremos que incorporar un nuevo miembro a la banda. Sangre nueva. Dudo que eso baste para reanimarnos o, lo que es peor, para retirarnos.
Allen entró para sustituir a nuestro teclista fundador: Teo. Era un gran tío. Con el que mejor me llevaba del grupo. No tenía ningún mérito, por supuesto. Era el confidente de los cuatro. El típico amigo de todo el mundo. Sin él no habríamos tenido ni algo parecido a una carrera. Hacía de mánager. No sé muy bien cómo lo lograba pero se las arreglaba para encontrarnos un sitio donde tocar cada semana. Muchos eran tugurios, claro, pero a nosotros no nos importaba mucho. Nos bastaba con tocar delante de un público. Lo necesitábamos.
Una vez consiguió que nos contratasen en una convención anticastrista. Supongo que les diría que nosotros tocábamos salsa y cuartetas. Pensé que, en el mejor de los casos, no nos pagarían, y en el peor, nos reventarían a hostias y nos destrozarían los equipos. Pero no ocurrió nada de eso. La gente se enrolló de maravilla con nuestros temas. Tocamos realmente bien.
Esa noche, una mulatita celestial, Terpsícore encarnada, se apiadó de mí y le dio por regalarme sus dones. Normalmente todas escogían a Marvin o a David. Incluso Teo, si le apetecía, lo que no era muy frecuente, tenía pocos problemas para buscarse amantes de una noche. A mí me costaba. De vez en cuando me acuerdo de ella y, décadas después, aún encuentro vellos de punta en mis brazos.
Sin embargo echamos a Teo. Como a un perro. Por no saber tocar. ¿Cuántas veces le dije en nuestras borracheras que éramos hermanos? Él me lo recordó con su mirada, mientras el grupo lo despedía y yo callaba. Ese día supe que vendería a mi madre, si hiciese falta, por una migaja de éxito.
– ¿Entonces hay trato?
Toco la guitarra de nuevo y saco un riff que jamás he escuchado. Es muy bueno.
Marvin es el guitarra. Nos tratamos de forma educada. Parecería que hasta con camaradería. Todo fachada. Nos odiamos. O más bien, él me desprecia y yo le odio. El guapito, el silencioso. El de los solos.
Cuando empezamos a montar el grupo yo era el guitarra, pero no teníamos bajo. Intentamos conseguir uno. Hicimos audiciones a varios chavales del barrio, pero todos estaban realmente verdes, incluso para el nivel de principiantes que teníamos el resto. Una vez David dijo que Teo podría hacer los bajos con el teclado como Manzarek en los Doors. Nos descojonamos de risa y Teo, el que más.
Una semana más tarde Saúl se presentó con Marvin para que probase. Al parecer se conocían del colegio y no habían perdido el contacto. El cabrón de Marvin se negó a tocar el bajo. Solo aceptaba tocar la guitarra. Teo nos había conseguido el primer bolo para siete u ocho días después. Si la cagábamos podría no haber otro.
Acepté ser el bajista del grupo.
Como dije, vendería a mi madre por un pellizco de éxito.
Vendí a mi amigo.
Y me vendí a mí.
– ¿De verdad es la guitarra que tuvo Tommy Johnson?
– Te lo juro. Se la dejé desde octubre del 22 a diciembre del 29.
– ¿Por qué yo? Mi alma no vale una mierda.
– ¿Y por qué no? Reúnes el perfil y yo estoy cansado de jovencitos que se me mueren a los veintisiete años. Otra opción es que lo haga por caridad cristiana. ¿Te imaginas?
Si tuviésemos a Hendrix delante, la carcajada de Mefistófeles le helaría el LSD en la sangre y mis acordes lo harían llorar ácido de envidia.
– Hay trato.
Por Thalcave.
¿Quién no lo ha pensado alguna vez? Muy divertido. Te lo compro, hay trato!
Tener un talento muy grande en algo (quitando la petanca, el dominó, el Risk o la capacidad de comerse una manzana a través de unos barrotes) es algo muy tentador.
Yo ahora vendería mi alma por ser el hombre de goma. Lo veo de lo más útil.