Hasta hace unos pocos meses
mi vida podía resumirse en una sucesión
de años despreocupados,
donde la cena se pisaba con el desayuno,
junto a mi banda de rock,
y el cuerpo era un mero recipiente
alimentado de los gritos de la muchedumbre.
Mi único legado eran las canciones
que me dieron el tan soñado éxito,
con la juventud eterna como lema,
desenfreno en masa,
letras cargadas de descontento
y alguna sustancia de más en las venas.
El sueño me invadía con los hercios
aún retumbando en los oídos,
sin noción alguna del tiempo
y algunas veces hasta del espacio.
Ahora vuelvo a casa donde me espera
mi fan más incondicional, mi hijo.
Las canciones que escribí se reproducen
en modo automático en mi mente
cual banda sonora de mi rutina,
hago giras nocturnas por los pasillos de casa,
las horas las marcan los biberones
y doy conciertos a capella junto a su cuna.
Aún siento las cuerdas de mi guitarra
en la yema de los dedos,
he cambiado los bajos por su risa,
pero no cambio por nada
el sentir sus manitas entre las mías,
la más bonita de mis creaciones,
quien le da sentido a todo,
a quien querré toda la vida.
Por Sonia Macías.