La luz de una de las farolas de la calle se colaba entre los agujeros de la persiana, que no bajaba del todo para ver cuanto antes el sol por la mañana. Eso me permitía contar los agujerosproyectados en la pared y en una cómoda donde solo usaba los dos primeros cajones, uno para la ropa interior y otro para viejas camisetas de propaganda de manga corta. Para hacerlo me ayudaba de la mandíbula: daba un suave bocado que oía en el interior de mi cabeza por cada agujero, pero como no usaba las manos para guiarme, al contar con los ojos siempre terminaba perdiéndome y volviendo a empezar. Por aquel entonces solía escuchar The Doors. Recuerdo que la primera canción del casete era People are strange; pero eso lo supe más tarde, para mí era el “himno de la noche”, una especie de intento desesperado por quedarme dormido que no siempre funcionaba.
La cama estaba en una esquina de la habitación y desde ella veía la puerta, que no me dejaban cerrar. El dormitorio estaba en la planta superior de una casa adosada, junto con el de matrimonio y su cuarto de baño, otro baño y otro dormitorio más. Hasta la puerta llegaba la luz de la luna las noches en que su brillo era suficiente por una especie de claraboya que había en el techo sobre la escalera, y a medida que avanzaba la madrugaba, si te fijabas bien, la veías avanzar a paso lento y casi podías notar la traslación de la tierra.
La imagen de la puerta entreabierta era terrorífica; la escalera descendía hasta el sótano y nada impedía que cualquier cosa subiera desde las entrañas de la casa hasta la habitación donde yo pasaba las noches.
En el sótano transcurrían las tardes en soledad. Era una macabra recreación de lo que antaño fue otra casa, pero con muchos muebles y estancias amputadas y otras grotescamente recreadas.
Mis juguetes se amontonaban en una estantería metálica negra que había en una habitación con ventana construida en el sótano. Allí vivía el armario del dormitorio de matrimonio de mis padres, que era enorme y me vigilaba imponente sacar los juguetes de la estantería y volverlos a dejar en su sitio o en otro parecido. Nunca me atreví a abrir el armario por miedo a que se escaparan sus fantasmas y subieran de noche por las escaleras hasta el dormitorio que yo ocupaba. Hacía frío en esa habitación todo el año y desde ella se oían las conversaciones de quienes estaban en la terraza, justo encima.
En la estancia principal del sótano habían trasplantado parte de la cocina de la casa de mis padres, pero yo prefería beber agua de la pila donde se enchufaba la manguera y pasar con la cabeza recta sin desviar la mirada, a pesar de los reclamos del ruido de las cañerías al tragar el agua de los pisos superiores y de los lamentos del frigorífico cada vez que tenía que recuperar temperatura. Nunca entendí la función de una cocina en un sótano, será por eso que tampoco abrí nunca las puertas de sus armarios. Para beber de la pila no necesitaba vaso.
Mi lugar preferido del sótano era la habitación a cuya puerta comenzaban las escaleras de la casa. Allí estaban las ruinas de lo que antes hubo de ser el salón y alguna que otra estancia más de la casa de mis padres. Como no dormía mucho por las noches, a menudo me quedaba dormido en un sofá de dos o tres plazas con cojines muy acolchados y estampados de flores apagadas. Esa habitación olía de manera distinta a como lo hacía toda la casa, sobre todo los sofás, que olían como a vida robada.
Allí había un reloj de cuco que siempre me asustaba al dar la hora. Por las tardes, a pesar de que cuando iban a llegar las horas en punto me quedaba mirando la portezuela por donde saldría el pajarillo, la violencia de su irrupción siempre me causaba algún sobresalto. De madrugada, me ayudaba a calibrar la evolución de la noche. Las peores horas eran las cuatro y las cinco de la mañana, con todo oscuro y aquel pájaro cantando solo en el sótano. Al reloj se le daba cuerda con unas cadenas que terminaban en piñones y que tenía prohibido tocar, y el paso de los segundos lo marcaba una hoja de madera de alguna clase de árbol que desconozco con un ruido muy fuerte que entonces no me molestaba, aunque ahora no pueda dormir con ningún reloj con segundero dentro de mi habitación. A veces me subía en una silla y adelantaba las horas, entonces pensaba que era para ver al cuco de cerca cantar, y sus plumas, e indagar cómo era por dentro aquella buhardilla de reloj… pero los relojes de cuco se rompen si haces eso.
Aquella habitación era el único lugar de la casa donde había libros y fotos mías. Me gustaban mucho los de Quino, aunque no los entendía, o sí, no lo recuerdo, sobre todo uno que reunía muchas de sus viñetas. Solía encender un viejo tocadiscos que aún funcionaba y dejaba sonar el The wall de Pink Floid; más porque no sabía cambiar de vinilo que porque realmente me gustara, aunque tengo que confesar que, con el tiempo, fue mi disco favorito. Eso me ayudaba a leer. A veces leía a Mafalda, aunque la verdad es que no la entendía y cogía sus libros muy poco, pero al ver el nombre que figuraba en sus anteportadas empecé a robarlos.
El mueble de aquella habitación era el único que me atrevía a abrir. Una vez hice un repaso general por todos los cajones y ya no lo volví a hacer más. He olvidado lo que había allí dentro, salvo los folios galgo y un maletín con pinturas al óleo secas, que se vuelven como piedras de colores y se cuartean como la tierra cuando hay sequía y ya no sirven para nada.
Siempre quería jugar al Scalextric, pero solo lo hice una o dos veces. En la mayoría de ocasiones no querían montarme la pista, otras veces había problemas porque la electricidad no llegaba a todo el circuito y en la tercera curva se paraban los coches. Había veces que las escobillas de las guías estaban despeluchadas o uno de los tornillos se había soltado y la carrocería de uno de los coches se movía. El caso es que nunca jugábamos. Una vez me regalaron un pequeño tren a pilas con sus vías, sus árboles y su estación; pero el único recorrido que podía montar era circular, así que lo dejaba dando vueltas mientras veía a Quino.
Cuando emergía de las profundidades ya casi era la hora de la cena, y luego tenía que subir a dormir. El sonido de los cubatas me decía que ya faltaba poco para que subieran ellos también, y que yo aún no me había dormido. Primero se oía la puerta del salón, que hacía mucho ruido al abrir porque la hoja que se abría rozaba con la que estaba fija y esta se cimbreaba sujeta por sus pestillos. Tres hielos caían dentro de un pozo de cristal y un refresco perdía parte del gas acumulado. Luego la puerta se volvía a cerrar.
Con la siguiente apertura subían al dormitorio y yo me hacía el dormido con inspiraciones profundas y ruidosas y espiraciones rápidas y algo forzadas por si escuchaba que los pasos se paraban en mi puerta. Después de que se cerrara la puerta del dormitorio de matrimonio miraba el reloj despertador que había en mi mesita de noche e intentaba contar mentalmente hasta sesenta para adivinar los cambios de minuto.
No me gustaba no dormir, realmente me desesperaba, y para intentarlo inventé una técnica que consistía en imaginar que era una pluma que se le había caído a algún pájaro, una gaviota, por ejemplo, que volaba sobre el mar. La pluma caía con un movimiento pendular mecida por la brisa y la idea era dormir antes de que tocara el agua. Era mejor caer al mar que a la tierra porque muchas veces llegaba al agua sin haberme dormido, entonces el movimiento de las olas actuaba como segunda oportunidad.
Ver amanecer me relajaba y muchas veces me quedaba dormido en ese momento, después de que el cuco anunciase las seis y con el lejano eco de Morrison en los auriculares tirados en el suelo.
Por Pablo Poó Gallardo.