Y a veces veía salir la fruta magullada o con arañazos y me prometía darles un escarmiento. Condenados animales, pensaba. En otras ocasiones veía la fruta tirada en medio de la calle de cualquier manera, entonces bajaba a recogerla sin importar el frío de la mañana e intentaba recomponerla a la vez que juraba que no volvería a bajar nunca más. Condenados animales, pensaba de nuevo. Pero en el fondo sabía que no podría pasar un solo día sin la piel de ámbar fruncido del melocotón, o de las variaciones húmedas de la pera, siempre apuntando más alto de lo que en realidad podía caer. De vez en cuando tenía la impresión de que todas eran familia lejana, sobre todo las sandías, que con un pequeño crujido anticipaban, justo antes de quebrarse, un rebosar de todo aquello que era mucho mejor que el sabor y que después se me venía al paladar tan a menudo pensando en cualquier otra cosa. Para según qué estados de ánimo bajaba a por pomelo, así, con urgencia, porque al pomelo se le veía venir desde tan cerca que muchas veces ya había doblado la esquina cuando creías que iba de frente. Tampoco sé explicarlo, pero los martes prefería el frescor pálido de la uva, que a veces me parecía casi submarino, aunque creciera a ras de suelo. El reflejo ácido de la manzana era para los jueves, que era cuando más necesitaba quedarme sin palabras y de alguna manera volver a ser aquel adolescente poco precavido que desandaba los huertos de los vecinos. La fruta tropical llegaba los viernes en un camión muy pequeñito. Se la veía siempre angosta desde mi ventana, pero por venir de más lejos era más cara y no solía preguntar por ella. Me decían que era estrecho de miras, porque algunos sabores había que comprenderlos y estudiarlos para poder disfrutarlos mejor con el tiempo, aunque nunca en la vida he podido relacionar el estudio con el disfrute.
Por Davor Bohórquez.