Las calles comenzaban a respirar primavera, comenzaban a respirar verbena. Las tiendas hacía poco que habían dispuesto sus adornos, sus rojos y blancos, sus amarillos pálidos en forma de faroles, conformando mareas añiles, con los cables raídos acompañando las bombillas que, de un año para otro, se habían cubierto de una pátina de polvo de las que ya era imposible despojar. Felisa observaba, absorta, las bombillas que había colocado en cada una de las esquinas de su frutería. Escuchó, como un reloj, las pisadas del perro que se acercaba a saludarla día tras día. Claro, algún trozo de pan duro siempre le daba, no solo era la caricia lo que perseguía. Felisa pensó, con cierta tristeza, que a ella no era el pan lo que le faltaba. Frente a su establecimiento, pequeña pero orgullosa, estaba la plaza y en la plaza, justo bajo el reloj de la iglesia, el escenario. Qué orquesta vendría este año. Serían dos o tres sus miembros. Nunca eran dos, sería un poco raro imaginar un escenario tan vacío frente al bullicioso gentío que habría de ocupar los asientos. Sí, serían tres, el ayuntamiento nunca se podría permitir pagar a cuatro. Ella, la cantante, tendría su misma edad. Vestiría con brillo y olería barato. Sus compañeros, dispares: uno mayor que el otro, uno más grueso que el otro, uno con peluquín; al otro no le haría falta en mil años. Cuando, en su cabeza, el gordo de la orquesta iba a besar a la cantante, se dio cuenta que el perro le lamía la mano con ansia. Hacía ya un rato que el mendrugo había desaparecido entre los dientes de Guarro, como así lo llamaba ella. Guarro no tenía dueño pero tenía una amiga. Lo dejaba dormir en la tienda, le había hecho una casa con una caja de cartón. Al lado tenía agua. Unos tienen pájaros, yo tengo a Guarro, pensaba para sí misma. Guarro viene cuando quiere y se va cuando quiere, a él no le hacen falta jaulas. No le hacen falta jaulas, pensaba, mientras clavaba sus ojos marrones en las estanterías repletas de botes de distintos tamaños y contenidos y tapas de vivos colores y en los muebles tapados con telas que ella misma compraba y en el suelo hidráulico del que tan orgullosa estaba. Es el mejor del pueblo, se repetía, orgullosa. Escrutaba el toldo aún plegado. Cuando lo abra, aún me quedarán cinco horas para llegar a casa, aunque tampoco tengo prisa. A Felisa solo la esperaba su gata. Por eso, Guarro no podía vivir con ella, al menos no en el modo tradicional en el que viven las personas y sus mascotas.
Mientras fuera repiqueteaba el sonido de los trabajadores colocando las sillas frente al escenario, Felisa barría la entrada de la frutería. La escoba le rozaba los pies, sin temer a supersticiones que decían que, al que le barren ahí abajo, no se casará jamás. También le rozaba los tobillos y las espinillas. De vez en cuando, se acariciaba las pantorrillas. La falda alcanzaba la rodilla, trepaba hasta su cintura y limitaba por el norte con una camiseta blanca, vieja, limpia, que olía a suavizante barato y que ocultaba un pecho que pocos secretos guardaba y menos hombres conocía. No le gustaba llevar collares, ni pendientes. Ni reloj. Para qué, si tengo el de la plaza. El pelo recogido en un moño torpe y desvaído. El polvo, arremolinándose en torno a ella, al son que marcaba la escoba. Hacía un poco de viento, por lo que la tarea se dificultaba. Un golpe seco la despertó de su trabajo y le hizo elevar la vista. Atravesando la plaza, corriendo desesperado, con las manos llenas de golosinas que, una a una, se le iban cayendo, iba Tomasito. Tomasito era un niño menudo, con el pelo largo y sucio. Tras él, un tendero, con más kilos encima que años construido llevaba el teatro del pueblo. No era la primera vez que Tomasito robaba chucherías. Felisa lo recordaba siempre inquieto, siempre entre la arena, siempre jugando a juegos que implicaban riesgo y aventura, siempre pellizcando a las niñas en la cintura y sacándoles la lengua. A Felisa una vez le hizo un cardenal en el tobillo pero fue sin querer. Felisa tenía, entonces, 12 años y estaba enamorada de él.
<<¡Qué sabrás tú del amor!>> Giró su cuerpo entero, se estremeció. Su madre, batín anundado a la cintura, piel decrépita, cigarro en mano y olor a chacina barata. <<¿Una frutería? Pensaba que, al final, te irías del pueblo… Siempre fuiste una niña muy protestona>>
Dejó la escoba a un lado y entró en la tienda, con el ruido de los obreros a su espalda.
Al mediodía le siguió la tarde, una tarde fresca, de primavera, de esas que preceden a un aire tibio y al que le siguen estrellas y aires húmedos. A punto de cerrar estaba cuando entró su padre. Su padre carecía de ojos y de boca, carecía de nariz, aunque sí que se percibían dos agujeros por los cuales habría de respirar. Su padre la abandonó cuando ella tenía solo tres años.
<<Mi intención no fue que tu madre tuviese que trabajar en el campo, doblando el espinazo de sol a luna. Y tú no tienes la culpa de haberte quedado aquí, asistiendo a la verbena del pueblo, año tras año, hasta que las sillas se pudran, hasta que al reloj se le caigan las agujas del peso del tiempo, hasta que el alcalde muera de viejo y sus hijos tengan edad de votar>>
Se fue sin decir nada. Siguió a la figura con su mirada, acabando sus ojos en el menudo grupo que se formaba ya en la plaza, esperando a la orquesta. Eran las seis de la tarde y había que limpiar el suelo, había que recoger las migas que lo inundaban todo, había que alinear los botes de tapas de colores y adecentar la caseta de Guarro. Llenarle el cacharro de comida. Llenarle el cacharro de agua. Calle abajo, Felisa canturreaba una canción de cuando era pequeña. No había día que no la cantase.
Yo encontré una garza a la orilla del río, estaba llorando y no lo sabía, yo le pregunté por qué estaba llorando, no me respondió y salió volando.
En su cabeza veía a la garza, herida. Otro día la veía esperando algo. Otro día, a punto de morir. Bajando las empedradas calles, viejas, rozadas por generaciones, reconoció al cartero, que volvía con la bolsa vacía y que dos años más tarde moriría en un accidente absurdo, en su casa; le gritaron <<¡Felisa!>> sus amigas ,<< ¿Dónde vas? ¡Te pierdes la orquesta!>>, todas impecablemente vestidas, oliendo a colonia infantil, con lazos ridículamente grandes posados sobre sus minúsculas cabezas. Tomasito se le puso delante.
<<Aún sigues aquí, pensaba que querías irte, siempre me lo decías: Tomasito, yo aquí no quiero vivir>>.
Se vio inundada por un cortejo, un mar de mujeres llorando, vestidas de negro.
<<¿No te has enterado? Se ha muerto la Felisa. Se la encontraron anteanoche, en su tienda, con el manojo de llaves en la mano. Pobrecita. Tan joven. Cumplía cuarenta la semana que viene. No somos nadie>>.
Felisa apartó la mirada del séquito mortuorio cuando, de refilón, creyó ver un ataúd, portado por amigos. Dobló la esquina, la respiración sofocante, y miró al cielo, que ya tornaba negro. Ahí se quedó un rato, apretando las bolsas con fuerza. Sin pensar en nada. La espalda contra la pared. El ojo contra el firmamento. Los pies apuntalando la ansiedad contra el suelo.
No recuerda cómo llegó a casa. Tampoco recuerda cómo se levantó y se vistió y se duchó y se lanzó a la calle hacia la frutería. Aún era de noche. En cuanto llegó, entró por la puerta lateral y se dedicó a lo de siempre. Colgó su ropa, se puso el batín, empezó a colocar la fruta. Allí mismo se preparó el café, junto a Guarro, que aún dormitaba en su caja aunque, de vez en cuando, abría un ojo y apretaba el otro, guiñándolo. A las horas, ya los pájaros piaban con fuerza, la fuente se escuchaba alta y clara y la resaca de la fiesta se olía por todos los rincones de la glorieta. Subió el cierre metálico con un estruendo ensordecedor que seguro despertó a algún vecino. Un chorro de luz dibujó la silueta a contraluz de una maleta, voluminosa, que yacía a un lado de la puerta, dentro del local. Nada más salir, vio a Tomasito y a su madre y a su padre, que no tenía cara, y a las plañideras, en fila, como un siniestro dominó. Les dio la espalda, agarró la manivela y, con esfuerzo pero con inusitadas ganas, sacó el toldo, esta vez del todo, completo, hasta casi arrancarlo. Y pensó para sí misma que, quizá, era la última vez que lo hacía.
Por Antonio Bret.