Ha aprendido a reconocer el sonido de la vieja Berlingo, a distinguirlo de entre la maraña de ruidos que se desperezan allá abajo, en la calle aún entenebrada. Como cada mañana, pasados tan solo unos minutos de las siete y media, percibe con claridad el asmático zumbido del motor y el ruido de gomas al subir las ruedas a la acera.
Cruza el minúsculo salón en dirección a la ventana a tiempo de ver a la pareja bajarse del coche. Él, enorme, sanguíneo, con la planetaria calva perlada de sudor a pesar de la tibieza del alba. Ella, pequeña y sonrosada, moviéndose muy despacio, diríase que con el sudario del sueño aún prendido a las ropas. Él, en cambio, hace orbitar su corpachón con una agilidad que a Miguel le sigue pareciendo sorprendente, a pesar de que hace ya casi un mes que es testigo inadvertido de las idas y venidas de ambos, de los preparativos, la limpieza del local, la colocación del rótulo… hasta que hace unos días abrieron por fin al público. El lunes pasado, cree, aunque desde que está de baja le cuesta distinguir unos días de otros.
En el poco rato que Miguel tarda en ir a la cocina por el café y por el rosario de pastillas con las que ha de acompañar el desayuno, el gordo ya ha descargado el coche, y ha ido sacando algunos cajones – manzanas, peras, albaricoques – a la entrada del local, casi al paso de los primeros transeúntes. Comenta algo con la chica, que está plantada sobre la acera, luego sube a toda prisa al coche y se marcha. Ella queda inmóvil, la vista perdida diríase que en ninguna parte, quizá hacia la pequeña plaza en la que desemboca la angosta avenida, por donde siempre parece romper la verdadera luz del día, expulsando por fin esta bruma densa y húmeda que se levanta desde el río y que anega el barrio casi a todas horas.
Sin dejar de mirar a la chica, Miguel va tomándose los comprimidos que ha dejado en fila sobre el alféizar de la ventana. En el riguroso orden de siempre: amarilla grande, sorbo de café, las dos verdes pequeñas, sorbo de café, blanca triangular, sorbo de café… De repente ve a la chica salir de su ensimismamiento, girarse hacia las bandejas a su espalda y coger una manzana, una pequeña y roja. Se aparta un poco el pelo de la cara, con ese gesto lánguido que Miguel le ha visto tantas veces. Frota la manzana en el mandil y luego comienza a comérsela a pequeños mordiscos, mientras sonríe casi imperceptiblemente, su rostro coloreado por el suave rubor frutal de sus pómulos, su cuerpo delgado y frágil mostrando al fin señales de vida.
Luego la chica regresa al interior de local, Miguel ya no puede verla, pero por alguna razón no es capaz de apartar la vista de la bandeja de panel de las manzanas, y por primera vez en muchos días la orientación de sus miedos se invierte y es el salón a su espalda el que le parece una cueva inhóspita, cuya oscuridad quisiera tragárselo, y piensa que todo iría bien si pudiera tener algunas de esas bonitas manzanas en un coqueto cuenco sobre la mesa de la cocina. La calle que se despierta poco a poco, sus vecinos, el canto de los pájaros, son cosas menos amenazadoras esta mañana. Ayer intentó obligarse a sí mismo a dar un paseo, pero ese extraño temblor volvió por sorpresa y lo dejó clavado en mitad del salón. Hoy, sin embargo, casi le apetece dar una vuelta.
Se ducha, coge ropa limpia de la cómoda y se la pone, se demora un rato en el espejo, contemplando a medida que el vaho se deshace cómo va apareciendo su rostro, la pálida piel, las greñas repeinadas, los puyones de la incipiente barba. Agita varias veces el bote de desodorante antes de aplicárselo.
Al salir del baño comienza a silbar una canción, algo que le suena alegre, más que nada para no dejar que algo inesperado se adueñe del silencio en el último momento. Coge las llaves del mueble de la entrada y sale, decidido a estar decidido. Se decanta por las escaleras. Me vendrá bien, se dice.
La claridad le hiere los ojos cuando alcanza la calle después de tantos días, casi no se da cuenta de que se cruza con la chica hasta que la tiene encima, y aunque quiere balbucear un saludo no le sale nada, solo la ve irse hacia la plaza y perderse luego por alguna callejuela de la zona del patronato.
Desconcertado, más por una extraña inercia que por propia voluntad, rodea la Berlingo, que vuelve a estar frente a la tienda pero ahora bien aparcada, y se oye a sí mismo responder a la pregunta del gordo como si su propia voz le llegara desde lejos, o a través del agua: “Un kilo de manzanas”. Mientras la rechoncha mano del frutero va metiendo las manzanas en la bolsa de plástico, Miguel se da cuenta de que ya no es capaz de recordar la canción que venía silbando, necesita todos sus sentidos para hacer que el aire vuelva a entrar en sus pulmones. Dos gotas de sudor truenan al caer al mostrador desde la cabeza del gordo, Miguel quiere decirle que pare, que deje de echar manzanas en la bolsa, se da cuenta de que en realidad no son tan rojas, todas tienen un parche amarillo que les da un aspecto enfermo. Las siente pudrirse dentro del plástico.
En su apresurado regreso a casa, camina sujetando la bolsa lejos de sí. Sabe que están ahí. Los gusanos. Royendo la fruta. Insaciables. Abriéndose paso a través de la dulce y jugosa pulpa, segundo a segundo.
Por José Antonio Millán Márquez.