Algo sucedía en el local de abajo. En plena madrugada subían a mi piso a través del ojo patio una interminable retahíla de lamentos y sollozos ahogados que conseguían sacarme de mi más profundo sueño noche tras noche para sumirme en una angustiosa vigilia. Sin embargo, ningún otro vecino parecía percatarse de ello. No obstante, había algo de extraño en aquellos quejidos que no parecían humanos, quizás fuera el tono suave de aquella lastimosa letanía, unido al hecho de que desaparecían al amanecer.
Aquella frutería solo estuvo abierta ese verano. Por entonces nunca había entrado en ella. Llevaba poco tiempo en funcionamiento y debido a mi horario de trabajo siempre la encontraba cerrada. Por otra parte, jamás me gustó la fruta. Tras una semana de insomnio, el cansancio y la culpa hacían mella por igual en mis nervios así que tomé la decisión. No podía ser cómplice de ningún tipo de crimen o abuso y sobre todo necesitaba descansar.
Ese día llovía mucho en Barcelona. Una persistente tormenta de verano mojaba las calles pero no conseguía acabar con aquel sofocante calor. Con una excusa barata logré salir del trabajo una hora antes y tomé el 14, que paraba en una calle cercana a la mía del barrio chino. El autobús estaba atestado y en cada parada el trasiego de viajeros retrasaba peligrosamente mi objetivo: entrar en la frutería antes de que esta cerrara sus puertas al público. Llegó a mi parada solo diez minutos antes de que finalizara el horario comercial. Una tormenta de ideas inconexas y sentimientos sin definir se desató en mi interior. Sin pensarlo, empujé a cuantos me precedían en el pasillo mientras me llovían todo tipo de maldiciones y con las manos aparté violentamente a un adolescente desgarbilado que obstaculizaba la puerta de salida. Corriendo, jadeando llegué justo ante la puerta de la frutería. Bajo el aguacero observé su interior desierto y bien iluminado, con un mostrador repleto de frutas tras el cual se veía una puerta abierta que conducía a otra habitación, quizás el almacén, que permanecía en la más absoluta oscuridad. Sin duda, de ahí debían provenir los lamentos. Recuperé el aliento. Estaba empapado. Al abrir la puerta su hoja golpeó unas pequeñas campanillas suspendidas del techo emitiendo un aflautado tintineo metálico. Como por arte de magia emergió de la penumbra del almacén el ser más bello que jamás haya pisado la tierra. Era una mujer morena de unos veintiocho años. Un vestido de pequeñas flores multicolor se asía a sus curvas con verdadera avaricia. Sus ojos eran inmensos y negros. Desplegó ante mí una sonrisa de luna llena y dijo: “¿Qué deseas?” Aquello me aturdió hasta el infinito. Empecé a balbucear mientras miraba deslumbrado a la diosa. Tras unos interminables segundos, pude decir: “Kiwis, quiero kiwis”. Ella sonrió aún más con un brillo que prendió su mirada de una luz turbadora. Entonces se inclinó sobre el mostrador, ofreciéndome el enloquecedor espectáculo carnal de su escote, y alargando la mano hasta una caja que había a la altura de mi cintura, tomó dos y dijo: “¿Así está bien?” “¡Sí sí sí!”, respondí atropellado. Aquel fue un verano extraño. Con cáscara de naranja me hice dos tapones para los oídos. Jamás comí tanta fruta.
Por Simón Rafael.