Uno.
Dos agentes de policía llevan a la frutera, esposada, hacia el coche patrulla que espera justo a la puerta del establecimiento, ante el gentío y la clientela que observa la escena, estupefactos, mientras la chica grita fuera de sí “¡No he hecho nada!, ¿por qué me hacéis esto?” y llora de modo ostensible.
Dos.
“Nadie se esperaba esto”, dice un vecino a la reportera de los informativos que ha acudido a cubrir la noticia poco después. “Era una chica muy normal, muy simpática”, “me he quedado pasmada cuando me he enterado”, “pero, ¿qué ha pasado?, me he asomado porque he visto a la policía aquí y… es que no entiendo por qué se han llevado a la niña…”
Tres.
Los agentes de la comisaría ven las noticias, ven a la arrestada en las imágenes, sentada dentro del coche policial, cómo sus lágrimas caen por su cara como dos grifos abiertos, y ven a la misma chica abatida y destrozada, encogida, asustada, que espera en la sala de interrogatorios a que vengan los de arriba, y solo pueden pensar lo mismo que los vecinos: que es una chica normal, y que aquella pequeña criatura indefensa no puede ser la que haya hecho aquello.
Cuatro.
La noticia empieza a correr como la pólvora entre los vecinos del bloque. La chica de la frutería de abajo ha sido detenida. La acusan de asesinato, de haber matado y troceado a tres personas. Nadie sabe a quién. Nadie recuerda haber visto nada. Pero ahora, de pronto, todos los vecinos empiezan a afirmar “Yo ya sospechaba algo”, “a mí me olía raro cómo se comportaba”.
Cinco.
De la capital han llegado tres tipos muy serios, vestidos de negro y con gafas de sol que no se quitan ni siquiera dentro de la sala de interrogatorios. A los policías que detuvieron a la chica les suena todo raro. Normalmente, por un asesinato, por extraño o salvaje que sea, no viene nadie de arriba. Tiene que haber algo más, algo que no les cuentan. Pero aquella gente es muy gorda como para cuestionarse nada.
Seis.
La frutería está prácticamente vacía. Después de que un equipo especial, enviado por los de arriba, haya buscado restos humanos y de sangre hasta en el último resquicio del local, en las esquinas, en los estantes, los cajones, los desagües, los frigoríficos… sin encontrar nada incriminatorio, los vecinos han convencido a los policías de que si la chica va a estar encerrada unos días sería un desperdicio que se perdiera toda la fruta, y antes de clausurar, les han permitido arrasar con todas las existencias.
Siete.
La puerta de la sala está cerrada y desde fuera ni se ve ni se oye nada. Pero dentro, la joven frutera siente cómo se le cierra el grifo de las lágrimas, cómo se le corta el cuerpo, y poco después, cómo unas ganas irreprimibles de reír empiezan a aumentar. No hay muertos, le dicen, no está ahí por eso. El verdadero motivo es su conexión con fuerzas alienígenas, tras captar numerosas transmisiones en las últimas horas con sede en su frutería.
Ocho.
Pero no es una broma. De pronto, es reducida, sedada, y sacada de allí con destino a unas instalaciones secretas donde será estudiada a fondo, en la búsqueda del mínimo resquicio de vida extraterrestre. Sin dejar de lado la posibilidad de que estos seres sean parásitos que se esconden en lo más profundo de las células. Y la chica pronto entiende que no va a salir de allí hasta que esa gente no encuentre lo que busca. Lo que en realidad significa que no va a salir.
Nueve.
Mientras tanto, en todas las casas del bloque sobre el que estaba la frutería, las berenjenas y los calabacines están empezando la conquista del planeta.
Por Juan Antonio Hidalgo.
no vuelvo a comer berenjenas en mi vida!! Es muy Jindra Hertam, que por cierto enhorabuena porque lo estoy disfrutando mucho el libro!
Muchas gracias, Álex!!
Por cierto, nos vemos en breve en Triana.