Esa mañana me desperté más temprano que de costumbre. Nunca he sido muy madrugador, pero ese domingo me sentía inquieto, algo similar a la angustia me presionaba el pecho, y no sabía a qué podía deberse. Aunque el sol aún estaba por salir, decidí levantarme de la cama suavemente sin despertar a Eva y me fui al baño a echarme agua en la cara. La sensación del agua fresca en el rostro no aligeró mi pesadumbre, así que me puse el pantalón y las zapatillas de deporte, y salí del piso sin despertar a mi mujer ni a los pequeños. Quizás una carrera en la playa me ayudaría a encontrarme mejor.
Tardé. Tardé en darme cuenta de que esa mañana pasaba algo raro en el ambiente. Me encontraba tan sumido en mis pensamientos que bajé las escaleras del paseo marítimo de forma maquinal. Pisé la arena húmeda sin apenas percatarme del alivio que tan sólo su contacto aportaba a mi estado en ese momento, ignoré el rugir de las aún pequeñas olas que rompían ya cerca de la orilla, empecé a trotar con la mirada perdida en el horizonte sin apenas haberle dedicado una mirada consciente a los colores de toda la playa desperezándose. Pero de repente, cuando ya llevaba unos quince minutos corriendo, un sonido captó mi atención.
Esa mañana no había todavía nadie en la playa, ni siquiera veía las cañas de algún pescador, ni barcos en la lejanía, ni personas mayores que caminaran por el paseo disfrutando del amanecer. Nadie. En cambio, se escuchaba un sonido, un sonido agudo… Al cabo de unos segundos fui identificando el sonido de varias voces que gritaban al unísono. Gritos. Quizás ya habían pasado cinco minutos más cuando me atreví con estupor a asumir lo que estaba escuchando. Eran gritos de terror.
Una oleada de miedo me recorrió la espalda, el mar se embravecía y el cielo se cubrió de nubes, por lo que todo el paisaje que se estaba tiñendo con los colores intensos de la aurora pasó, en cuestión de segundos, a ser invadido por una tonalidad gris homogénea, como homogéneo se volvía el ruido ensordecedor del furioso oleaje. Ya no había sombras ni texturas, sólo figuras más o menos geométricas que se superponían formando la hilera de casas que se asomaban a la playa. Corrí hacia la casa más cercana, necesitaba saber qué estaba pasando y si realmente lo que oía eran gritos de auxilio desde numerosos puntos a mi alrededor o si quizás me estaba volviendo loco. Llamé a la puerta de una de las casas y me abrió la puerta una mujer enjuta y encorvada que no parecía haber sido así siempre. Era como si, de forma repentina, hubiera menguado su complexión física ante el horror que estaba viviendo. Tenía los ojos cansados de llorar. Le pregunté definitivamente alterado qué estaba pasando.
—Han venido… y nosotros somos los elegidos. Lo lamento mucho señorito —me decía entre sollozos, mientras sujetaba con resignación dolorida un viejo pañuelo de estampado floral y motivos étnicos.
Yo estaba atónito, no comprendía nada, pero mi corazón se aceleraba por momentos y el oxígeno comenzaba a faltarme.
—Vinieron bien entradita la noche. Yo los escuché pues… pero no me dio tiempo. Para cuando logré pegar la zancada, para lo que me dieron mis piernitas, no más… ¡Zas! Ya se los había llevado a toditos. No me dejó a ni uno a mi lado. Ni uno vivito, pues. —Mi sensación de asfixia iba en aumento. Ya no me fijaba en el aspecto extraño de esta señora, toda mi atención estaba en sus palabras. Me enseñaba cuerpos, los cuerpos inertes de toda una familia. Estaban acostados, como si estuvieran disfrutando de un sueño plácido, pero los fui tocando uno a uno, tomándoles el pulso ante la desconfianza que esta señora me producía con su inverosímil explicación, y era entonces cuando me daba cuenta de la realidad. Estaban todos muertos, como si la muerte les hubiera sorprendido durante el descanso nocturno. Ella proseguía su terrorífico relato mientras mantenía sus arrugadas manos cruzadas sobre su vientre y la mirada perdida en algún lugar fuera de mi alcance.
—Ahora ya la tierra ha hablado, y a nosotros nos ha dejado la peor parte. La de sembrar a nuestra propia estirpe. Decían nuestros abuelos que este día llegaría, el día en el que la madre naturaleza dijera «basta» y nos obligara a respetarla. —Su voz era firme, clara y pausada, pero yo me ponía cada vez más nervioso—. Ahora ella ya habló. La hemos olvidado, saqueado y utilizado de tal modo que la hemos enfadado. Y ahora, que hemos despertado su lado más iracundo, sólo nos queda obedecerla. Y para ello, según dijeron nuestros abuelos, habrá que nutrirla con nuestros recuerdos más bellos. Porque el mal que le hemos hecho… Ay, hará falta mucho dolor para revertirlo. Será necesario coger a nuestros muertos, y cada miembro vivo de cada familia deberá cortarlos por sus extremidades inferiores y plantarlos cual arbolitos. Esta es la única manera de saldar nuestra deuda, y si algún miembro vivo no lo hiciera con sus fallecidos, será como si nadie lo hiciera y, por tanto, no nos quedará otra salida. El mundo ya nunca volverá a ser tal como lo conocimos.
Corrí. Corrí hasta casa como nunca, casi me hice sangre en los pies de la velocidad a la que iba. Abrí la puerta con la esperanza de que se tratara de una vieja bruja mexicana que me hubiera embaucado con su locura, pero el silencio de la casa me robó el último hilo de oxígeno que me quedaba. Vi a Eva, inerte, mientras le chillaba de rabia y mientras la zarandeaba. Nada. Lo mismo ocurrió con mis dos hijos, mis pequeños no respondían a nada. No hacía frío, pero si el frío tiene olor, ese olor invadía toda la casa. No podía quedarme paralizado, tenía que hacer algo, tenía que revertir esto. Fui hacia la cocina y busqué el mejor cuchillo mientras las lágrimas me cegaban. Chillé, chillé de desesperación mientras lo afilaba.
—Joder, ¡Carlos! ¡Despierta que se nos van las cosas con el agua!
—¿Qué? ¡¿Qué pasa?! —Me desperté sobresaltado sobre una toalla húmeda, olor a mar y los ojos con el escozor que te deja el mar si te coge por sorpresa.
—¿Pero de qué vas? Hace apenas quince minutos que me fui a pasear y te has dormido. Te dije que estaba subiendo la marea, Carlos. ¿Es que no me puedo ir a pasear si quiera? Un poco más y te despiertas bajo el agua… —No la escuchaba, sólo daba gracias al cielo por verla enfadada, como siempre. Me fui corriendo a la orilla a recoger los papeles y desechos que se había llevado la marea de nuestro lado.
—Pero ¿Qué haces? ¿Desde cuándo te preocupa a ti que el mar se lleve cuatro papeles?
—Desde hoy mucho, Eva. Mucho.
Por Mawi Justo.