Apenas recibí tu aliento supe que tu alma no era de este mundo. Escondido en él creí intuir el vetusto sabor. Me dije: ¡huye!, ¡huye del laberinto de una sola salida! Y embarqué desesperado en busca de batallas perdidas, aquellas en las que realmente se vive y se muere en plenitud. Y fui un héroe y conocí otras culturas, otras tierras, otras vidas en las que amé y fui amado. Pero el dulce veneno inoculado por el cáliz tu boca se había adueñado ya fatalmente de mí. El recuerdo de tus besos había declarado la guerra a mí libertad, ansiaba volver. Y desoí hermosos cantos de sirenas, renuncié a riquezas y a bellos cuerpos, me batí con temibles monstruos y soporté crueles tempestades. Y regresé. Envejecido y exhausto me arrojé a tus brazos, rendido como un náufrago del amor. Nuestras almas se saciaron la una en la otra y nuestros ojos se vistieron nuevamente de la luz primigenia. Creí reinar.
Mas la rancia tranquilidad de los días ha derrumbado uno tras otro los frágiles espejismos de la felicidad que me trajeron de vuelta. En nuestro hogar reina el vacío y somos reos de los demás y de nuestro pasado. Aunque procuro prender cada día tus ojos susurrando bellos poemas, las enmohecidas tinieblas de la convivencia se han adueñado de tu corazón. Tus besos saben a moneda usada y tus caricias han tomado oficio de sastre. Los días son sordos silencios y frías miradas en las que a veces creo reconocer el hiriente brillo metálico del odio. En las noches te muestras esquiva y un frenético tejer consume de nuevo tu pasión.¿Recuerdas cuando nos deslumbrábamos? Yo era principio puro de vida, tú serena belleza. Libábamos nuestra esencia saboreando néctar de eternidad. Tus ojos, mis ojos, tus manos, mis manos, mi boca, tu boca. Me sentía libre, ligero, podía volar.
Sumido en el lóbrego pozo de la rutina observo el tiempo perdido. Ahora que aparejo con los blancos paños de la sabiduría la humilde barca de mis días finales, sé que no, no puede ser amor. Por eso, en esta funesta noche en que, abandonado por ti en el mismo lecho en el que antaño ardíamos de deseo, descubro finalmente tu secreto, me acerco hasta ti y mirándote fijamente a los ojos susurro: Penélope, Penélope, ¡hija de la gran puta, eso que tejes es un sudario!
Por Simón Rafael.