EL día que el Gobierno Central, utilizando su mayoría absoluta en el Congreso, aprobó la prohibición de la producción y comercialización de las lentillas que permitían cambiar el color de los ojos, así, sin dar demasiadas explicaciones ni motivarlo de modo alguno, muchos vimos en esto algo altamente peligroso. No por el hecho de la prohibición en sí, ya que esta industria suponía una parte ínfima del PIB del país, sino por lo que ocultaba, por lo que podía suponer para el futuro.
La sociedad en general, alentada por los medios de comunicación afines al poder, que intentaban (y lograban en la mayoría de los casos) quitarle hierro al asunto, pensaba que detrás de ello había una motivación sanitaria, basada en un serio problema para la salud de los ciudadanos. Hubo quien lo catalogó como una simple excentricidad del ministro del ramo (se habló de un enfado personal con algunos empresarios en concreto, y algún medio amarillista mencionó una infidelidad de la mujer del político con uno de ellos). Los que más lejos llegaban, creían que todo era una cortina de humo para desviar la atención de los casos de corrupción que ya empezaban a ser escandalosos en número entre los miembros del Gobierno. Pero a nosotros, a los que veíamos que detrás de ello había algo más, algo oscuro, nos llamaban conspiranoicos, cuando no directamente locos.
Durante los primeros meses no pasó nada más allá de algún que otro breve artículo de opinión. Algunas empresas ópticas protestaron por lo que creían un atropello, pero no llegaron mucho más allá. Otras, en cambio, decidieron diversificar su mercado y dedicarse a crear productos muy distintos, para salvar la compañía. Pero, en realidad, nadie habló de ello demasiado. Un tiempo después llegó lo que nos temíamos los más ‘agoreros’: el Gobierno aprobó otra ley que sí desataría (tiempo después) una gran polémica: todos aquellos ciudadanos que no tuviesen ojos marrones o azules, debían abandonar el país en el plazo de cinco meses. No se daban más explicaciones. Todo sonaba tan absurdo que mucha gente, en un principio, creyó que era una inocentada. Pero aquella noticia del veintidós de abril estaba lejos de ser una broma.
Fueron muy pocos los que, en aquellos primeros días, dejaron el país por propia voluntad. Y lo cierto era que lo que les empujaba a ello era más desapego con la que había sido su patria, por todo lo que había cambiado, que por un miedo real a que algo pasase, porque nadie creía que en realidad la situación fuese más lejos. Pero pronto la situación empeoró de verdad. Una vez cumplido el plazo, las fronteras se cerraron y las comunicaciones se restringieron de manera drástica. Ya no se podía contactar con el exterior, ya fuera por vía telefónica, informática o postal. Y, al principio de modo limitado, pero aumentando con el paso del tiempo, empezaron a realizarse redadas aleatorias en lugares donde se congregaba cierto número de gente: universidades, centros de trabajo, grandes almacenes… para localizar, capturar y expulsar (suponíamos) a los que se habían convertido en ilegales a efectos de la Ley.
La gente ya estaba realmente asustada. Aunque pocos podían demostrar su malestar sin tener problemas. Muchos se habían visto obligados a enclaustrarse y vivían escondidos, alejados de la calle, sin mantener contacto más que con su familia que sí era legal, y que les ayudaban a mantenerse vivos y cuerdos. La mayoría de las reclamaciones se limitaban a pedir a los demás partidos políticos que hicieran algo, lo que fuese que estuviese en su mano, para detener lo que estaba ocurriendo, fuera como fuera. Aunque lo cierto era que, en minoría, poco podían hacer.
Entonces, el Gobierno Central, en una hábil maniobra, propuso que los diputados y todo aquel que perteneciese a las fuerzas del Estado, así como su familia más directa, quedaran exentos de la obligatoriedad de abandonar el país, aunque incumpliese la ley del color de los ojos. Así, la Ley 74/16 de 4 de noviembre fue aprobada por unanimidad, algo que ocurría por primera vez en el Congreso. Ese mismo día, un grupo minoritario, temiendo perder los privilegios en los próximos comicios, que estaba previsto que se celebrasen en cuatro meses, propuso que no hubiese más elecciones. El Gobierno aprobó la moción. Fue en ese momento cuando la sociedad comprendió definitivamente que todo había acabado, que el caos había llegado para instalarse y que nada de esta locura iba a cambiar.
En un par de semanas los asaltos y asesinatos se dispararon. Decenas de cadáveres con los ojos arrancados aparecían cada mañana diseminados por las calles del país. Los trasplantes clandestinos proliferaron y la gente gastaba sus ahorros, hipotecándose de por vida, para salvar la misma. Muchos cirujanos (y otros que no lo eran pero que se hicieron pasar por tal) se enriquecieron de forma escandalosa. El miedo estaba generalizado. Unos temían que los apresaran porque la naturaleza no los había dotado de un determinado color de iris. Otros temían que en cualquier esquina, en cualquier momento, alguien los atacase, les arrancase sus ojos y los dejase muertos en un callejón, o vivos y ciegos en cualquier sitio.
Aunque había quien ayudaba a sus amigos de toda la vida y, por ejemplo, les hacía la compra a aquellos que no tenían ni los ojos que la ley permitía, ni el dinero para cambiar el color de los mismos, también estaban quienes intentaban ganarse el beneplácito del poder avisando de aquellos que no la cumplían. Los chivatazos llegaban a las sedes policiales a diario, delatando a quienes se escondían en sus pisos y facilitando así el trabajo de captura y expulsión del país de aquellos cuyos iris no eran ya legales. De hecho, las pocas cadenas televisivas y la escasa prensa escrita que había sobrevivido a la purga lanzaban mensajes continuos que conminaban a la población a ello.
Nunca se dio una explicación, un motivo. Nunca se supo por qué esa criba, por qué la expulsión de esa parte tan amplia de la población, ni adónde eran enviados los que la policía capturaba. Aunque, al no haber contacto con el exterior, al no volver a saber absolutamente nada de aquellos que salían del país, nunca se supo si estaban bien, si en realidad habían sido expulsados o, nos temíamos, eliminados. Y lo cierto es que llegó el momento en que eso no importó.
Un par de años después, las fichas médicas de la población del país indicaban que todavía quedaban unos pocos cientos ciudadanos ilegales escondidos en algún lugar. Así, tras las salidas voluntarias, tras las redadas, tras los chivatazos, finalmente llegó el método definitivo para localizar a los pocos cabos sueltos, a los que aún sobrevivían: el relato identificativo. Escribieron y publicaron la historia contándola desde el principio, con detalles de lo que habían hecho y de cómo lo habían hecho. La verdad es que, aunque esto (el reconocimiento explícito de que todo había sido planeado como una especie de genocidio masivo) podía hacer pensar que la sociedad estallaría, la realidad es que no fue así. Ya no era posible, de todos modos.
En realidad, el relato no era más que una distracción. Servía para identificar a aquellos que aún quedaban por ahí, ocultos. Para ello utilizaban una foto de unos ojos que, a través de un sofisticado sistema informático, con un chip minúsculo en el iris de la imagen, leía los ojos de los lectores. Y a través de un envío por ondas infrasónicas, estos eran rápidamente localizados.
Por eso, cuando termines de leer esto y oigas que llaman a tu puerta, no opongas resistencia. Será todo mucho más fácil.
Por Juan Antonio Hidalgo.
Aquí uno al que han pillado! Muy buena Juan Antonio!