Los hombres simples como él rara vez guardan grandes secretos. La simpleza no suele proporcionar titulares a cuatro columnas. Los hombres simples como Leonardo solo guardan datos banales para el resto de la Humanidad; sin embargo, ellos los cuidan con celo en la caja fuerte de su conciencia. Se trata de detalles que nunca han visto la luz, bien por reparo, bien porque a los hombres simples nadie les pregunta.
El pensamiento más íntimo de Leonardo es: «El mejor olor del mundo es el del almacén».
Trabaja desde hace treinta años en el almacén.
¿Cómo exponer, por tanto, una idea así ante su esposa, cuando consumieron juntos el olor de la virginidad, cuando amasaron con sus manos el aroma natal de cada uno de sus hijos? ¿Cómo soltar esa frase ante sus amigos, cuando existe el olor de la hierba recién cortada del estadio, o el olor de la pólvora del día de la Virgen? ¿Cómo soltar esa tontería ante sus padres, ya ancianos, cuando fueron ellos, precisamente, los que lo iniciaron en el mundo de los olores, como en otros tantos mundos?
Sembraría decepción en su entorno. Empezarían a mirarlo, desde ese tipo de ojos de doble fondo, como si necesitara largas sesiones de diván. «¡Está obsesionado este Leo!».
Leonardo apaga el despertador a las cinco y media de la mañana y casi saborea ya el olor del plástico, del gasoil de los camiones, del café de los termos, de los pitillos rápidos del descanso, de los alientos somnolientos, de la madera de los palés, de las presiones «de arriba» y de las protestas «de abajo».
El almacén lo convirtió en un hombre. Entró con veinte años, apenas un imberbe que permanecía mudo en la esquina de la barra del bar del polígono, a la espera de que sus compañeros se echaran al coleto la copa de coñac, combustible indispensable para arrancar las mañanas negras. Durante estos años comprendió en qué consistía la camaradería, la lucha, codo con codo, para sacar la faena adelante, y la fidelidad hacia el que te llena la olla. Aprendió también a defender unos derechos, a levantar la voz con el volumen adecuado, a capear reconversiones industriales, a pasar la mano por el lomo de algún sindicalista, a respetar a los perros viejos, a adaptarse a propietarios caprichosos, y a asimilar modernas ideas provenientes de especialistas en gestión industrial.
En el almacén Leonardo se vistió —se continúa vistiendo— con el traje de la vida.
Fruto de su duro trabajo logró ascender: de descargar camiones a carretillero, de carretillero a capataz de cuadrilla, de capataz a jefe de personal.
Él es Leonardo, el del almacén de Supermercados Sur. Así lo conocen: Leo, el de Supersur.
Treinta años después ya no monta palés, ya no los retractila, ya no suda por cubrir el mínimo antes de las ocho horas. Tampoco maneja la carretilla, ni atiende solícito a la llamada de sus compañeros. «Leo, bájame ese palé». «Leo, carajo, vas pisando huevos».
Nadie lo creería si dijera que echa en falta la laboriosidad de esas tareas. Percibe su sangre ralentizada ante la ausencia del apremio. En la base se sentía más productivo, más útil, más vivo. El dolor de la espalda medía su valía. Lamenta no situarse ya en la brecha. Ahora,a sus cincuenta años, su trabajo corresponde más a la parte de gestión y organización del almacén. Supervisa, inspecciona, revisa códigos, atiende la prevención de riesgos laborales —¡cuántas veces fue elevado en las pinzas de una carretilla sin arnés que le ladrase!—, ordena turnos, discute los pedidos con los supermercados, y charla con los camioneros.
Leonardo prefiere el dolor de espalda frente al de cabeza.
Ahora, el problema de Leonardo son los nuevos.
Los nuevos empezaron a desembarcar a finales de los noventa, pero él aún no tenía que lidiar con ellos. Leo actuaba como el mejor de los compañeros, en un intento de convencer al recién llegado de que aquél era un buen lugar desde donde cimentar un futuro. Sin embargo, aquellos niños no se parecían a los de las generaciones anteriores. Leo veía en ellos una desidia desconcertante. No comprendía cómo despreciaban la oportunidad de hacerse hombres. Los observaba deambular —más que trabajar— por los pasillos de la nave. No comprendía ese rechazo hacia la productividad y la competitividad.
Cuando Leo fue ascendido a jefe de personal los nuevos comenzaron a ser su problema. El siglo XXI confirmó las sensaciones que desprendía aquella generación de curritos. Vienen escupidos de los institutos, donde vegetan durante algunos años, como seres encerrados en un bote de cloroformo, donde modelan esa apatía que enarbolan con orgullo, a la sombra de un sistema que se conforma con tenerlos vigilados hasta los dieciséis años (Leo ha investigado algo sobre el tema). «No tienen hambre», se lamenta Leo en su círculo más íntimo.
Ahora, Leo lucha con inyectar disciplina, constancia y sangre a todo el que se enfunde por primera vez el mono de Supersur. No obstante, es probable que pierda la guerra, las batallas no caen de su lado. Leo se hunde en una trinchera enfangada. Tiene barro en los ojos y sus disparos no aciertan en el enemigo.
Sus antiguos compañeros se han ido yendo a otras empresas o se han jubilado. Desde hace un tiempo Leonardo almuerza un bocadillo en su pequeño despacho. Se levanta un muro entre él y los nuevos que le dificulta disfrutar del compañerismo, casi fraternal, de antaño. Odia comer con móviles en la mesa. Odia escuchar cómo se compran los Audis en la segunda nómina. Odia mascar el desprecio al esfuerzo. Odia la puntual tos de alarma cuando se acerca a la mesa de los compañeros. Leo alterna bocadillos de atún con pimiento morrón, de jamón con queso, y de tortilla de patatas.
Leonardo pasea mucho por los pasillos de las naves. Las suelas de sus zapatos rechinan en cada paso y se convierten en el tam tam de las tribus indias. Leo debe dejarse ver para que los nuevos se activen y produzcan algo. Leo lleva la mirada torva porque lo que ve no le gusta. Leo lleva el corazón lento porque no sabe cómo arreglar la situación.
En sus paseos regaña y amenaza hasta tal punto que, en ocasiones, se percata de que ha cometido alguna injusticia con alguien. Le sucedió con Velasco. Velasco trabajaba bien para los tiempos que corren. Trabajar bien hubiera sido trabajar lo justo hace treinta años. Velasco comenzó a recoger un día a las 14.58 cuando el turno finalizaba a las 15.00. Leo cargó esa tarde las tintas contra Velasco. Este emitió una queja en las oficinas centrales por el trato vejatorio recibido y Leo fue llamado a capítulo.
Los nuevos sufren una especie de incontinencia urinaria que alivian en una serie de visitas al baño. Leo revisa los baños como si fuera la seguridad de una estación de metro. Cuando entra los cigarrillos se arrojan a los retretes, se tiran de las cisternas, se acallan las conversaciones y se guardan los móviles. En diez segundos Leo desaloja el baño con su presencia como única herramienta. Es entonces cuando Leo
Apoya sus manos sobre el lavabo,
observa su imagen en el espejo,
y se hace preguntas.
«¿Qué ha cambiado?».
Por ejemplo.
Empieza a tener cara de prejubilado.
Leo toca el tiempo suspendido.
Al salir del baño aspira.
«Solo queda el olor».
Por José Pedro García Parejo.
Y qué buen aroma tiene este relato!!! Me ha encantado, la descripción de la “metamorfosis” de Leonardo es genial. Tus relatos son un valor seguro José Pedro.
Profesor, habrá que hacer algo por el siglo XXI. Y me pregunto, ¿el patrón de Leonardo no sentía eso también por los jóvenes que venían, aquellos compañeros de Leo? ¿Es algo individual o generacional? ¿El Nini es peor que aquella juventud de los 60-70? ¿Es que el currito de entonces no quería un 127 y un televisor en vez de Audis y Aifons? Tú sabes de eso latín… “El dolor de espalda medía su valía”. Ole.
Gracias, Gema, Álex, por vuestras palabras.
Interesantísimo debate, doctor Prada. Solo después de un par de decenas de cervezas empezaríamos a encontrar las respuestas. Yo tengo la impresión de que el tierno Leonardo sabía que los bienes materiales se alcanzaban mediante el esfuerzo. Hoy día el valor del esfuerzo y la constancia está cayendo en picado. ¡Qué alguien me saque de esta espiral de pesimismo!
Abrazos.