Cuando despertó aquella mañana se sentía plácidamente satisfecha. Desnuda, tumbada de lado y apenas cubierta por una fina y suave sábana, podía ver desde aquella postura el lento discurrir del río sin necesidad de mover siquiera la cabeza. En la orilla opuesta el sol de primavera pintaba la ciudad industrial de brillantes reflejos anaranjados e inundaba la habitación de una luz juvenil cargada de alegría y optimismo. Por el amplio ventanal, ligeramente entreabierto, se colaba un inocente frescor que hacía rejuvenecer el alma. Amanecía. Contemplando aquella estampa se sentía en armonía con el mundo. Respiró suave y profundamente. Se sentía colmada, después de una larga noche de sexo. Tras una segunda inspiración, con una sonrisa de felicidad en los labios, se volvió hacia su compañero de lecho.
Entonces emitió un aterrador grito de sorpresa. Sobre la cama, en lugar de su amante, se hallaba una monstruosa hormiga gigante tumbada boca arriba. Saltó horrorizada en dirección a la ventana y cubrió su bello cuerpo de mujer con la sedosa cortina. El repugnante insecto parecía no haberse despertado con su grito. Examinó rápidamente la habitación con la mirada en busca de una salida. Para llegar a la puerta debía pasar sobre él. Del exterior vino un ruido extraño, como si miles de alarmas de despertador sonaran al unísono. Apenas varios segundos después comenzó a sonar insistentemente el despertador que había sobre la mesita de noche contigua al asqueroso bicho. El repulsivo insecto empezó a mover levemente sus múltiples patitas. Desesperada, sin escapatoria, abrió completamente la ventana. Tenía que saltar, no había otra salida. Asomó la cabeza buscando un lugar adecuado para el aterrizaje. No había sitio para ello. Miles de hormigas gigantes, en ordenada procesión, llenaban las calles. Comenzaba una nueva jornada de trabajo en la ciudad.
Por Simón Rafael.