Hay un momento en el que una voz nos dice que
ha llegado el tiempo de una gran metamorfosis.
Rubem Alves
[9.13 a.m.]
Hace una semana recorrió los pasillos del hospital en la camilla rumbo a quirófano bajo un cielo artificial de luces fluorescentes. Sus latidos se aceleraron al llegar a la inmaculada habitación con olor a látex y antibacterias. Había esperado ese día toda su vida. En cuestión de minutos, unas preguntas por parte de los médicos y le indujeron al sueño del cambio.
Hoy ya le han dado el alta y puede volver a casa estrenando su falda. Le gusta lo que siente y cómo le queda. Tenía preparada la ropa para cuando saliera, pues ya no necesitará aquella con la que entró. Ahora todo es como debió haber sido desde el principio, solo que la naturaleza se equivocó. Baja las escaleras algo dolorida, pero orgullosa, pues nadie podrá poner en duda que ya es mujer.
Llega a casa en taxi desde el hospital y, como de costumbre, mira una vez más su buzón antes de subir: Luis Rivero. Tendrá que arreglar unos cuantos papeles, pero el cambio más importante para ella ya está hecho. Entra en su habitación y al abrir el armario mira con ilusión la ropa que no puede esperar a ponerse. Su madre le ha pedido que vaya a casa esta noche, donde van a darle una fiesta sorpresa para celebrar el nacimiento de su nuevo yo.
[11.04 a.m.]
Mientras se mira en el espejo, Alicia contempla su nueva forma. Donde antes había hendiduras ahora hay una bonita forma femenina. La zona de las costillas ya no está tan marcada, ni su pelvis sobresale hasta el punto en que le molestaba a ella misma estar tumbada boca abajo. Ya tiene curvas de mujer y su cara se asemeja más a la de una adolescente, dejando atrás a la niña de ojos hundidos. Ha sido un largo camino, para ella y los que la rodean, pero lo más importante es que ahora se quiere, y le gusta lo que ve. Ha aprendido que la perfección no existe y que la autodestrucción no es el mecanismo de defensa adecuado. La voz enfermiza que le susurraba en la cabeza remitió ante la otra voz que le decía que el cambio era necesario.
Tiene una cita al mediodía, su primera cita de verdad. Ahora que ya se quiere, deja que otros la quieran. Va a ponerse la ropa que ha comprado junto con su madre varios días atrás. Ropa especialmente para la cita. Su madre está feliz de ver el nuevo brillo en su cara. Su padre insiste en que la lleva al centro en coche, y ella en que a la vuelta cogerá el último cercanías. Lo que le produce ansiedad ya no es comer fuera con otra persona ni pensar en la comida, sino con quién va a comer y el hormigueo que siente cada vez que la mira.
[12.23 p.m.]
A juzgar por los resultados, no había lugar a dudas de que su organismo había cambiado. Estaba claramente ante un caso de metamorfosis celular. El recuento de leucocitos había aumentado considerablemente, al igual que sus trombocitos, que además, habían incrementado su tamaño. Los linfocitos han vuelto a su cifra normal. Una vez analizados los resultados, llama a Irene desde el laboratorio para que acuda a la clínica. En menos de una hora, Irene llega con su marido, con aire inquieto y expresión de no saber qué esperar. Ambos parecen nerviosos y están cogidos de la mano.
—No voy a hacerles esperar más. Pensé que sería más oportuno comunicarles la noticia en persona. Irene, tengo los resultados de la última prueba. A partir de ahora quiero que lleves una vida plena y con total normalidad. Enhorabuena, has superado el cáncer.
Irene trata de asimilar lo que su médico acaba de decirle, pero las buenas noticias se han quedado atrapadas en algún punto de su subconsciente. Pasan por su mente a gran velocidad una hilera de recuerdos de una época que, aunque no ha sido la más dura de su vida, ha sido una larga lucha, de la que llegó un momento en que pensaba que no saldría. Gracias al apoyo de su marido, padres y amigos, se sintió más arropada que nunca y ahora, por fin, podría plantearse ser madre. Su marido la abraza y ambos lloran, pensando en la batalla librada. Al salir de la consulta, decide llevarla a un sitio especial antes de coger el tren de vuelta a casa.
[8.15 p.m.]
Sentada en una de las sillas de la cocina contempló sus pies. Nunca había tenido los tobillos tan hinchados. Hacía un tiempo ya que Marina no podía verse los pies. ¿Cuándo se habían puesto así? Era como si esa oleada de cambios tuviese lugar por partes. Había envases de yogur de limón por la mesa y, aun sabiendo que debía cenar algo antes de salir, su propio organismo le enviaba señales de que ya estaba lleno. Debía salir ya si quería llegar a tiempo, pero su cuerpo no respondía. Con la respiración agitada y el corazón latiéndole fuertemente, la idea de levantarse se le hacía un mundo. Se sentía extraña en ese cuerpo. Miró hacia la ventana y vio que estaba abierta. Aun así, tenía mucho calor y se le pegaba la ropa al cuerpo. Desde la silla veía cómo su cuerpo subía y bajaba exageradamente al ritmo de la respiración. Le estaba costando adaptarse a su nuevo cuerpo, especialmente a ese reducido campo de visión y a mantener el equilibrio. Ahora le resultaba demasiado fácil caerse, y no entendía por qué.
Su marido la había llamado diciendo que llegaría el martes por la noche en vez del miércoles, así que hoy le daría una sorpresa e iría a recibirlo al aeropuerto. El problema era que no estaba en condiciones de conducir y tendría que coger el tren y el autobús.
Cuando llegó a la estación vio que el tren estaba allí, y lo habría perdido de no ser porque echó a correr, en la medida en que su cuerpo le permitió, hasta subir el escalón de un salto. Una vez dentro, y con una mezcla entre alivio y falta de aliento, echó un vistazo al interior del vagón. Por suerte estaba casi vacío, excepto por una chica alta con falda, una adolescente y un matrimonio cogido de la mano. Le llamó la atención que ninguno iba inmerso en el móvil, sino pensando en sus cosas. A cada uno de ellos los envolvía una sensación de sentirse realizados, como si todo estuviera en su lugar.
De repente sintió un dolor nuevo, punzante. Cerró los ojos y se llevó las manos a la barriga. No entraba dentro de los planes de esta noche. El suelo se mojó, o ella lo mojó, y como por acto reflejo a la situación que se presenta, no puede evitar tumbarse. Los pasajeros, sorprendidos, acudieron de inmediato. Entre lapsos intermitentes de dolor, intentó distraerse mirando una de las pegatinas del interior del tren: «Ceder asiento a embarazadas».
Por Sonia Macías.