El único incidente reseñable de la jornada de reflexión previa al último retraso electoral fue la caída de la venda y la báscula de piedra que lucía la imponente estatua de la Justicia que presidía la Plaza de la Presidencia.
No tardaron en formarse a su alrededor corrillos de curiosos que observaban el extraño y trágico evento. Nadie, sin embargo, se atrevía a acercarse, manteniendo una prudencial distancia de seguridad como quien observa el cuerpo inerte de alguien a la espera de la llegada de la policía.
Entre los allí reunidos, había quien pensaba que había sido un acto vandálico. Es curiosa la estigmatización a la que los siglos han condenado a los Vándalos. Quizás su mayor delito fue que, en 455, Genserico, uno de sus reyes, saqueó Roma (un acto vandálico, sin duda); sin embargo, Nerón la quemó y nuestro queridísimo Carlos V, siglos más tarde, también saqueó la ciudad de Rómulo y Remo. Así que, al parecer, de los ocho saqueos de Roma, el más gamberro fue, sin duda, el de los Vándalos.
Otros pensaban, por el contrario, que el inexorable paso del tiempo había deteriorado la Justicia y, dada la nula restauración a la que había sido sometida, era normal que la venda y la balanza acabaran por desprendérsele.
El corrillo que, sin duda, más revuelo levantaba era el que discutía sobre la necesidad o no de devolver a la hermosa mujer los atuendos perdidos. Los partidarios de dejarla tal como estaba argumentaban que era más realista el nuevo estado de la estatua; mientras que los que la querían restaurar, con cargo a las arcas públicas, por supuesto, no concebían una justicia sin venda y basculita.
A pesar de que todos esperaban la llegada de la policía, para abrir un atestado seguramente, los primeros en llegar fueron los servicios de limpieza, que no tardaron en barrer los trozos de piedra y polvo del suelo que hacía tan solo unas horas formaban, respectivamente, una venda y una báscula, dejando el lugar tan inmaculado que parecía que nada hubiera pasado.
Los corrillos fueron bajando progresivamente el tono de sus discusiones. Viendo que no llegaba la policía, al cabo de unas horas desalojó la plaza el último curioso.
Por Pablo Poó Gallardo.