– ¿Dónde está Holmes?
– No lo sé. Probablemente muerto, pero no por mi mano.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
“Fue en la madrugada del lunes. Le vi ascender altivo por Baker Street. Esperaba no verlo. Había diseñado una trampa deliciosa en un almacén de los muelles dirigida a obligarlo a sacrificarse por su amigo y cronista el Dr. Watson. Sin embargo, según los informes que mis agentes me pasaron, el señor Holmes acudió solo al almacén esa tarde. Al ausentarse el señor Watson, La Muerte decidió también no presentarse a la cita.
Me quedé contemplando la fachada de su vivienda. Vi como se encendían las luces de la entrada, luego la de la escalera y luego la de su habitación. Exactamente cuatro minutos después, las luces empezaron a apagarse en el orden inverso y el cascarón de lo que una vez fue Sherlock Holmes, atravesó el umbral de su casa, tapándose el rostro con las manos y se alejó dando tumbos calle abajo.”
– ¿Y no lo siguió?
– No. Seguir a un moribundo no es un desafío. Lo que necesitaba saber era qué o quién lo había destruido, así que entré en el 221B de Baker Street.
– ¿Y lo averiguó?
– Por favor… Soy el profesor James Moriarty.
Me acerco a mi domicilio en Baker Street. Las aceras húmedas brillan a la luz de las farolas de gas y el sonido de mis pasos resuena en el silencio de la noche. En algún lugar el profesor Moriarty acaba de recibir el informe de su nuevo fracaso. Era una trampa ingeniosa. Y mortal, sin duda. Me alegra que John no haya podido reunirse conmigo. En unos minutos estaremos charlando en nuestra habitación. Pienso tomarme mi tiempo para contarle el altercado de esta tarde con nuestro archienemigo. Prepararé una mezcla de tabaco turco y colombiano. Me descalzaré. Estiraré las piernas y, mientras enciendo la pipa, John hará esfuerzos para ocultar su impaciencia por no haber iniciado aún mi relato. Como siempre, disimulará su asombro cuando le cuente los detalles. Días después, espiaré su diario y leeré en él mi última aventura exquisitamente narrada. Un par de semanas más tarde, le haré observaciones sobre errores u omisiones en su redacción y a él se le enrojecerá la cara de ira de modo enternecedor.
Respiro el aroma de mi domicilio y disfruto de su calma. Es el único sitio que he sentido como mi hogar a lo largo de mi vida. Todos los hogares tienen un olor particular y único. El del mío está formado por el suave olor de la madera de teca, el té indonesio al que nos hemos aficionado, el perfume de rosas de la señora Hudson (inevitable, incluso aunque ella lleve ya tres días en Northampton visitando a su hermana), la loción de afeitar del ejército que aún usa John y la crema para el calzado Dicken’s que usamos ambos.
Mientras asciendo por la escalera noto algo raro. Quizás un olor demasiado sutil para ser reconocible por sí mismo, pero lo suficientemente poderoso para influir en el ambiente general. El olfato. Qué gran sentido. Lástima que no lo tengamos muy desarrollado.
Uno de los problemas de la vista es su limitación al tiempo presente. Puedes ver cómo es algo ahora pero si ese algo es antiguo, resulta difícil adivinar cómo fue en su pasado lejano. Por ejemplo, he conocido hombres de juventud vigorosa, mujeriega, atlética y atractiva que han terminado gordos y calvos. ¿Cómo distinguirlos de los cincuentones gordos y calvos que también lo eran en la veintena?
Para superar esa limitación de nuestro sentido más importante es para lo que he entrenado mi mente. Deducir, analizar, proyectar, elucubrar y reconstruir el pasado en función de los datos que nuestros débiles sentidos nos ofrecen. Esa es mi pasión y mi ciencia.
Abro la puerta de la habitación que John y yo compartimos, pero él no está.
Me siento incómodo. Busco con la mirada una nota que haya podido dejar para mí en su escritorio, el sitio más obvio, pero no la hay. Cuando salí a las tres, camino de Scotland Yard, lo dejé trabajando allí, repasando sus notas sobre las crónicas de nuestras aventuras.
Temo que lo hayan podido secuestrar. Me tumbo en el umbral, buscando marcas en la moqueta. Descubro dos tipos de pisadas. Una es la de John. Las otras huellas son levemente más profundas. Un hombre corpulento. Quizás de unos 90 kilos. Las marcas no cambian de intensidad, lo que indica que no hubo lucha. Quizás le apuntaba con un arma. Gateando sigo las marcas, recreando en mi mente cómo se movían ambas figuras por la estancia. Rodeo la cama de John. Junto a ella ambos hombres se quedaron frente a frente. Demasiado cerca para un arma salvo que se la pusieran en la sien. Después los pasos de John se dirigen al mueble bar. Me acerco hasta allí eludiendo las otras marcas. Los vasos están limpios pero a la botella de whisky escocés le faltan varios tragos. Desecho la idea del arma. John se dirigió hacia el otro hombre que se encontraba sentado en la cama. Que permita a alguien esas muestras de confianza son muy poco habituales en el buen doctor. Probablemente se tratase de algún familiar o un amigo de la infancia. La cama no tiene marcas así que John, o el otro, la alisó antes de salir. Exploro el baño. La ducha aún está húmeda. Mis enseres personales están tal y como los dejé pero los de John están en otro orden. Vuelvo al dormitorio. Abro el armario. Las dos corbatas de John llaman mi atención. Están muy arrugadas. Se anudaron esta tarde, de forma intensa y no por su zona habitual. Es evidente que se usaron como cuerdas. La hipótesis del secuestro vuelve a tomar fuerza. Las usaron para atar algo. Pero ¿dónde? Reviso las huellas. Hay una pequeña mancha en la moqueta delante de la silla del escritorio. Más lejos hay dos marcas circulares. Huelo la mancha. Hay whisky, sin duda, pero está tan diluido que sugiere más interrogantes. ¿Lo intentaron lavar? ¿Alguno de los dos escupió en la moqueta? Me dirijo a la cama de John y la deshago. El cuadro que sugieren las sábanas me rompe en el acto.
Oh, John, John, mi John. ¿Cómo has podido?
Por Thalcave.
Muy bueno Thalcave!! Me ha encantado lo medidas que están las palabras y, por supuesto, ver a Holmes rendido a la evidencia.
Muy bueno.
Jajaja, genial! Una maravilla!