“El amor tiene la virtud de desnudar,
no a los dos amantes uno frente al otro,
sino a cada uno delante de sí”.
Cesare Pavese
-¿Sabes? Estoy loca por ese tío.
-¿Pero de qué hablas? ¿Por quién?
-Por ese que está enfrente, el de la esquina
–Coki, que estás casada… habla más bajo que, como nos escuchen nuestras parejas, nos abren la cabeza y nos dejan sin gas.
Es verdad, tenía a mi pareja al lado. Era como yo, nos parecíamos mucho. Nos juntábamos con otros como nosotros, ya fuera para ir de cumpleaños, bodas, bautizos o comuniones. Siempre nos veíamos varios en la misma mesa. De vez en cuando algunos se juntaban con amigos de otro color, pero casi siempre el grupo de las Coca-Colas estaba junto y era mayoritario.
En el supermercado pasaba igual, siempre estábamos juntos y, normalmente, a las Coca-Colas de dos litros nos colocaban de dos en dos por la oferta. Así que ahora, para tener éxito, se llevaba tener pareja. Si formabais un buen pack que se vendiera, te ponían una cinta que solo se podía quitar con las manos o con tijeras. Así fue como hace unos días el “Colita” y yo acabamos destinados a permanecer unidos hasta la venta. Pero hoy me sentía efervescente, porque pese a mis limitaciones, pese a estar destinada a ser perjudicial para la salud de mis consumidores y pese a estar fabricada por una empresa que vende con estilo una muerte lenta pero feliz, hoy me atrevía a decirle a mi mejor amiga, mi vecina de al lado, que era una cerveza de marca blanca, que estaba perdiendo gas y que mi carga excesiva de glucosa se estaba precipitando por momentos porque… me había enamorado. Estaba loca por alguien que estaba fuera de mi alcance ¡ni siquiera pertenecía a mi estantería! Pero daba igual, yo era una bebida, él era un alimento, y era demasiado tarde para parar esto.
Como décadas pasaron dos días más, con sus noches. Ay, ¡qué noches!:
-Tía, ¡que te está mirando!
-¿Y qué quieres que haga? ¿Me tiro y tiro al “Colita”? – el sueño erótico al que puede aspirar una bebida es a mezclarse con otra, pero claro, si lo hacíamos en el súper quedábamos fuera de venta, y era como suicidarse. A mí no me hubiera importado, sinceramente, pero no quería cargar en mi conciencia con la muerte del “Colita”.
-Es tan sexy… Os estáis poniendo las botas con las miraditas, ¿eh? Joder, qué tensión. Y además, parece que no está casado. ¿Qué vais a hacer? Está en primera fila y sale con un grupo muy exclusivo. A este mañana lo compran.
-Y a nosotros también.
Y así fue. Tal como previó mi rubia amiga, a él lo metieron en el carro del supermercado. Era una pareja joven, así que no hubo tiempo para contemplaciones. Era mi oportunidad, quizás la única para rozarle. Y me lancé al carro segundos después tirando de mi pareja y rogando al dios de los gases que esta pareja nos aceptara una vez que nos viera en el carro y rodando ágilmente hacia la caja. Todo pasó muy rápido, la caída, el grito ahogado de mi “Colita”, el susto de la pareja… y, de repente, el tiempo se paró cuando él me miró. Al fin estábamos juntos, uno frente al otro, tumbados en un carro metálico que parecía llevarnos directamente al cielo. Sentíamos nuestros envases y nunca me pareció tan bello su color verde dorado. Solo entonces, a su lado, comprendí por qué todos adoraban el aceite de oliva Virgen Extra. Era extraordinario. ¿Qué podía ver aquel dios nutritivo en una bebida gaseosa tan cargada de años y de historias truculentas? Me sentía tan poca cosa delante de él. O quizás era al revés, yo siempre me había sentido insignificante y él me había hecho crecer.
Tuvimos poco tiempo, apenas unos minutos. Por suerte, mi querido aceite se sinceró mientras mi compañero de viaje, mi pobre y sencillo “Colita” andaba ajeno, entusiasmado con nuestros nuevos dueños y soñando con la nueva estantería que ocuparía, al fin, en una buena nevera familiar. Mi aceite se confesaba, se arrepentía de su desmedida prudencia y me instaba a caer con él en la próxima oportunidad. Para mí quizás no, pero para él eso significaba una última cruzada, ya que su envase era de cristal, exquisito y frágil, como los beneficios que podía ofrecer. En mil pedazos se desharía mi amado como en añicos quedaría mi corazón, mi fórmula secreta, lo que sea que me hace ser quien soy. En esos instantes, él me devolvió todo aquello que me habían robado los años, la dignidad de ser uno mismo y, en este caso, él se había enamorado de mi lado más detestado: mi dulzura. Aquello que produce adicción. A él le gustaba mi locura, porque él carecía de ese toque de diversión. Se juntaba con productos sobrios y era utilizado con veneración. Me habló de sus sueños, me dijo que él siempre había querido ser cerveza negra, bien negra, como yo.
Mi aceite y yo éramos de mundos diferentes, como diferentes fueron nuestros destinos en esa casa. Él continuó su labor culinaria, y a mi pareja y a mí nos bebieron en poco tiempo. Mi querido “Colita” y yo éramos grandes desconocidos, pero pienso que incluso él me conoció un poco más cuando me vio ante el aceite, y eso nos hizo crecer en respeto y cariño en nuestros últimos días de convivencia. A Virgen Extra y a mí se nos partió el corazón, porque cada uno se debía a su misión en el mundo de los consumidores. Aun así, nunca olvidaré esos minutos tumbada junto a él, rodeados de flexos deslumbrantes y ofertas de ocasión. A veces, dos almas que se encuentran en un punto inoportuno del espacio y el tiempo, se descubren a sí mismos en el otro. Ese día en el carrito, Virgen Extra y yo alteramos el orden de las cosas, desafiamos la función del etiquetaje y, por primera vez para mí, todo un supermercado adquirió sentido.
Todo estaba en orden.
Contra todo pronóstico, un aceite de oliva Virgen Extra y una Coca-Cola se habían enamorado.
Por Mawi Justo.