Una mala película no entraba en el plan.
Ella debía estar en un hotel de Torremolinos preparando una comunicación para el IV Congreso Nacional de Inteligencia Emocional.
Él debía estar camino del entierro de un primo lejano, compañero de fatigas en sus veranos infantiles del pueblo.
Ambos habían tomado el mismo vehículo y se habían desplazado a una ciudad de tamaño medio y alma tediosa, distante unas dos centenas de kilómetros de sus lugares de residencia.
Ambos pensaron —solo pensaron, por temor a descubrirse en demasía—, durante el trayecto, que el sol descendía a una velocidad más pausada de lo que el movimiento rotatorio terrestre exigía.
El plan: cine y reservado en restaurante con más de treinta comentarios positivos en web gastronómica.
Y también hotel. Hotel. De esos en los que no se deshace una maleta.
Debía ser una noche de refuerzo de sentimientos.
Una mala película, por tanto, únicamente podía contribuir a deshilachar la cuerda.
Él se removió en su asiento ante la primera escena. El recurso utilizado para situar geográficamente al espectador resultaba manido. Desde una visión general del planeta Tierra la imagen caía en picado, atravesando la atmósfera, hasta que se distinguía, primero, la silueta de Norteamérica, segundo, la ciudad de Nueva York, tercero, la isla de Manhattan, y cuarto, Central Park. “Teníamos que haber elegido la francesa”, pensó.
A ella no le molestó esa panorámica vertical de inicio. Su atención no alcanzaba más allá del intento de reconocer las cabezas que surgían de la penumbra de la sala. Al entrar en la sala desconocía a las once personas que ocupaban sus butacas. En los anuncios y trailers, ya con luces apagadas, unas diez personas más habían ido ocupando sus localidades con estrépito de palomitas y prisas. En mitad de su búsqueda ella cerró los ojos y escuchó la voz de su hijo. “¿Me traerás un regalo de Torremolinos?”.
En el minuto treinta y cinco de la película el director pretendía situar un punto de inflexión.
Ambos se concentraron en la escena.
Tras una media hora de inabarcable felicidad en la Gran Manzana —Broadway, patinaje en Rockefeller Center, compras en Macy´s, arrumacos en el Empire State, perrito compartido en Canal Street—, a la pareja protagonista, él y ella, recién graduados en Yale, les había llegado la hora de la despedida. A él le aguardaba un puesto de ingeniero en Silicon Valley. Ella viajaría por Europa como complemento formativo a su firmado ingreso en la administración de la Naciones Unidas.
—Te esperaré siempre —dijo él en mitad de la sala de espera de Grand Central Station.
—Te esperaré siempre —dijo ella en mitad de la sala de espera de Grand Central Station.
Las personas transitaban a su alrededor rozando sus cuerpos.
En el patio de butacas todo el mundo deseaba que el amor no se terminara en el minuto treinta y cinco. Alguien dijo “oh” porque era consciente de que las distancias no beneficiaban al amor.
El director del largometraje, veterano, laureado en Hollywood, sabio en el manejo de las emociones del público medio globalizado, desarrollaría el argumento de tal manera que aquellos jóvenes, recién llegados al mundo adulto, se encontrarían años después —divorcios, hijos, infidelidades sufridas, enfermedades superadas— para unirse hasta la eternidad y, de este modo, exaltar el triunfo del amor puro.
Sin embargo, en el minuto treinta y cinco tocaba despedida.
Se fraguó en un gesto sencillo.
Un abrazo.
Se abrazaron palpando la orografía de sus cuerpos por vez última.
Recordaron así sábanas revueltas y portales oscuros.
Inevitablemente el terreno se quebró entre los dos, apareciendo una grieta donde los dos, él y ella, hacían equilibrios, balanceando los abrazos, para no precipitarse al vacío.
Se dijeron “adiós” y cada uno se apresuró a coger su tren.
Finalizó la película cincuenta y cinco minutos después. Se sobresaltaron ante el repentino encendido de luces. Continuaron observando el desfile de títulos de crédito hasta que la humedad se secó en sus ojos.
Había sido una mala película.
—Teníamos que haber elegido la francesa —dijo él.
—Debo comprar un regalo para mi hijo —dijo ella.
También se sobresaltaron ante una lluvia que no esperaban. Un gato se resguardaba bajo un coche aparcado. Alguien cerró de golpe una ventana. Pasó un tranvía vacío. Un camión recogía la basura. Las nubes habían enrojecido el cielo nocturno.
Levantaron las solapas de sus chaquetas y corrieron hacia el restaurante mientras los objetos de la calle se transformaban en metal.
Fin.
Por José Pedro García Parejo.
Oscuro y poético . El texto desprende esa suciedad que tanto me gusta.
Enhorabuena.
la peli fue mala… y llovió… pero follar, seguro que follaron… aunque ¿es posible que una peli sea tan realmente mala que te quite las ganas de un polvo? Es más, ¿cuántos polvos habrá arruinado en su trayectoria Sandra Bullock? Se reconoce un estilo Josepedriano, mes a mes lo voy aprendiendo. Ole!