Me desperecé en la playa. Clavé los codos en la arena y curvé mi espalda. Las trenzas de mi cabeza cayeron sobre mi frente goteando mar. Recuerdo intentar vomitar en vano para escapar del remolino que se revolvía en mi estómago. Recuerdo toser hasta incendiar mi pecho intentando expulsar inútilmente el rumor de mis pulmones. Recuerdo romper a llorar y, cuando me restregué los ojos, los encontré secos y el dorso de mi mano estaba lleno de cristales de sal.
Me presenté en un puesto de la Cruz Roja. Me pusieron una manta por encima. Me preguntaron mi nombre y yo se lo dije. Quisieron saber si recordaba algo del bote en el que viajaba. Yo lo recordaba todo, salvo cómo llegué a la playa. Les dije el número que había pintado a uno de los lados de la embarcación. Miraron un papel y me dijeron que esa barca había sido rescatada hacía dos días.
Me preguntaron cómo hice para aguantar un día entero en el mar y para nadar tantas millas hasta la costa.
“No sé nadar”.
Se miraron y ya no preguntaron nada más.
No fue hasta años después que volví a visitar la costa. Mi amiga Rosa llevaba meses insistiéndome para que la acompañase a la playa. Yo recelaba de volver a encontrarme con el mar. Cuando lo había visto por la tele no había sentido nada especial pero eso no significaba nada. Temía que la visión de esa inmensidad salada despertase recuerdos que estaban mejor dormidos. Ella no se imaginaba mi aprensión y a mí me daba pena confesarlo. Fui poniendo todas las excusas que se me iban ocurriendo hasta que, finalmente, me quedé sin ninguna. Rosa había sido muy buena conmigo y se le notaba que era importante para ella que yo la acompañase.
Rosa y yo nos pasamos todo el camino bromeando. Ella me contaba cómo tonteaba con dos chicos de su trabajo y yo me tapaba la cara de vergüenza y pataleaba muerta de risa.
El día era magnífico y una brisa limpia y fresca nos saludó al bajar del coche.
Caminamos por la arena. Rosa me hablaba de festivales y conciertos y me decía que me llevaría a verlos. Yo la atendía aunque también miraba al mar de reojo.
Me gustaba la sensación de la arena en los pies y mi preocupación fue desapareciendo. En el paseo nos encontramos una caracola enorme. Rosa la recogió y se la puso en la oreja.
–¿Para qué haces eso?
–Se oye el mar, ¿no lo sabías?
–Ya oigo el mar.
–Pruébalo. Verás.
Me puse la concha en el oído.
“Hola”.
–Ha dicho “hola”.
–¿Qué dices?
–Es muy guay. La concha dice “hola”, ¿no?
–¿Pero qué dices, mujer?
Volví a ponérmela junto al oído.
“Hola”.
Le pregunté qué escuchaba ella en la caracola y Rosa me contestó que el rumor del mar. Me pareció muy raro.
Nos alojamos en un camping que había cerca de la playa. Me resultó un sitio peculiar. Era como un campo de refugiados lujoso. Montamos nuestra tienda pero dejamos la mayoría de nuestras cosas dentro del coche de Rosa.
Por la tarde volvimos a la playa. Rosa me pidió que me bañase con ella. No pude negarme. Noté un escalofrío cuando metí el pie en el agua y me encogí. Rosa me animó diciendo que cuando me metiese hasta el cuello el frío pasaría. Le dije que mejor, poco a poco. No insistió más, se zambulló y se puso a nadar disfrutando del baño.
Me senté en la orilla, con las piernas estiradas dentro del agua. El mar estaba en calma y las pequeñas olitas me acariciaban los dedos de los pies. Mientras veía a Rosa hacerse una cola con las manos tirando de su pelo rubio, noté que algo rozaba mi pierna. Era una botella verde esmeralda. Me la puse en el oído.
“Creí que no te volvería ver”-
Me quedé mirando la botella. La volví a revisar, pero no tenía nada extraño. Parecía solo una botella. Volví a ponérmela en la oreja.
“Creí que no te volvería ver”.
Me la acerqué a los labios y dije:
–¿Quién eres?
Me volví a poner la botella junto al oído pero la botella siempre repetía la misma frase.
Cuando Rosa terminó su baño decidimos dar otro paseo, buscando las rocas del final de la playa. Esa vez me costó mucho trabajo seguir la conversación porque yo estaba concentrada en escrutar la arena para descubrir más objetos que el mar pudiera haber dejado en la playa.
Fui probando todas las conchas que encontré. Las más pequeñas estaban mudas, quizás porque eran demasiado minúsculas para guardar ningún sonido. Rosa se burlaba de mis intentos pero a mí no me importaba.
Cerca de las rocas encontré tres conchas medianas que las olas cubrían y descubrían en un suave vaivén. Me las fui poniendo al oído: “Muy”; “Estoy”; “Feliz”.
Empezó a oscurecer y nos quedamos sentadas en las rocas viendo el atardecer. A la vuelta busqué la botella verde. Me la pensaba llevar a la tienda, junto a las conchas, pero descubrí que la marea se la había llevado de nuevo. Volví al camping triste por mi torpeza.
Al día siguiente volvimos a la playa y, esta vez, a pesar de que Rosa decía que el agua de la mañana era la más fría, me bañé hasta la cintura. Correteamos entre risas y jugamos a salpicarnos.
Mientras Rosa tomaba el sol, yo decidí dar un paseo hasta las rocas.
Subí hasta un saliente plano, a unos tres metros de altura sobre la arena. Mirando al mar me fui poniendo las conchas en el oído en el orden correcto. Una ola mayor que las demás arrastró hasta la playa una hilera de algas que parecieron formar la silueta de un corazón. En su centro había una botella verde.
Por Thalcave.