La tarde del 23 de mayo de 2013 tomaba un gin tonic en mi apartamento. No había nadie más.
Acomodado en el sofá contemplaba los golpes del sol en el vidrio de la ventana. Unos pájaros piaban desde algún árbol o alguna jaula. Creo que hacía bastante que no reparaba en los pájaros.
Había optado por un gin tonic porque empezaba a estar de moda. Si la moda hubiera recaído sobre el caldo de pollo fermentado no habría dudado lo más mínimo.
La copa trazaba círculos en el aire porque se supone que es lo que hay que hacer cuando bebes ginebra. Los cubitos de hielo resbalaban por las paredes interiores de la copa. Pensé con una especie de orgullo íntimo que el tiempo era un concepto muy resbaloso, y que nosotros resbalábamos sobre él, a la par que nos desgastábamos como cubitos. Seguidamente pensé que la metáfora era una ingente estupidez y decidí recomponerme con otro trago.
Me encontraba solo porque vivía solo: mi mujer me había abandonado por alguna razón de magno calado. En cuanto a mis hijos, la figura paterna se había visto reducida a un nombre en el cheque de la manutención.
La mezcla de todo —el sol, los cubitos, los pájaros, el alcohol, la amargura— me indujo a recordar el verano del 86. Gran parte de la tarde la dediqué a ello.
En el verano del 86 los padres aún permitían a sus hijos bajar solos a la playa.
Por aquella época —y creo que aún hoy en día— los vendedores de helados evitaban colocar un frigodedo en las manos de un niño sin antes resolver el pago.
En la hora de la siesta la playa se convertía en un enorme racimo de uvas inmaduras. El piloto de una de esas avionetas publicitarias identificaría la playa con la cabeza de un perro calvo y pulgoso.
Los vendedores de helados evitaban especialmente aquella hora.
Para mí fue el verano de la luz. Me parecía que todo contenía una pátina amarillenta, almibarada, gracias a un sol que abrazaba a todo tipo de objetos y seres de una manera irremisible. Debía ir a todos los sitios con los ojos entrecerrados. Mamá ponía siempre los puntos sobre las íes. “Las gafas de sol no son para los niños, son para los dictadores y los toreros retirados”.
Mi hermano y yo —y todos los niños cabales que veraneaban en las costas españolas— preferíamos la playa al tedio de la sobremesa. Papá concedía la venia al segundo ronquido. Mamá nos advertía con litros de autoridad concentrada en su dedo índice. “Esperad a las cinco para bañaros”.
La playa se convertía entonces en un vasto territorio de libertad. Nada más pisar la arena los dos permanecíamos inmovilizados unos segundos y admirábamos la enorme amplitud oceánica que se extendía frente a nosotros. Mi hermano, unos años mayor que yo, quizá presintiera la responsabilidad de los años venideros en cada ola que se desmoronaba. A mí me restaba aún alguna porción de infancia despreocupada y solo sentía la dicha de poseer toda una playa. Cuando la quemazón de la arena rajaba nuestros pies, echábamos a correr y nos olvidábamos de tiempos pretéritos y futuros en cualquiera de los modos.
La infancia palpita tanto que duele.
Mi hermano es una de las personas que más he odiado en este mundo.
El odio de los niños corre a gran velocidad. Brota como el petróleo recién descubierto y sus consecuencias no se prevén. El odio infantil se desparrama y hace temblar extremidades, pupilas y voces. Es un sentimiento que se seca como la lluvia fina de agosto: desaparece tan pronto como nace. El odio de los niños es el más sano de los malos sentimientos. Provoca que el corazón hierva, provoca que el cerebro se retuerza. Humaniza al niño tierno, lo entrena en las pasiones. Limpia, fija y da esplendor.
Sin embargo, llegando a la veintena, el odio se convierte en verdugo de personas. El odio se almacena en la bodega de la memoria y allí aguarda recalentándose, burbujeando como la lava pompeyana, a la espera de salir a la palestra tras la gota que colma el vaso. Pero el adulto es capaz de soportar el peso de todas las maldades y el odio se impacienta porque escasea el aliento. Entonces busca vías de escape. Es en ese momento cuando la masa viscosa del odio se extiende e infecta el alma del adulto. En este punto del proceso el hombre se siente perdido porque ya ha contado hasta diez. Es poco probable que alguien le haga recapacitar, que le ofrezca un abrazo y que le diga: “Ahora el once, y después el doce, y después el trece”.
A mi hermano lo odiaba mucho y a ratos.
No recuerdo el motivo exacto del odio de aquella tarde del 86. El repertorio de causas solía ser variado: las incipientes abdominales de mi hermano que atraían a las preadolescentes madrileñas, la malévola intención de mi hermano al lanzar la pelota más lejos de lo debido cuando jugábamos a las palas, las ahogadillas traicioneras, las trampas en el parchís, su referencia constante hacia mi persona como Pablito Mármol —me llamo Pablo—, el “le voy a decir a mamá que te has bañado sin hacer la digestión”, mis castillos recién construidos y desmoronados de un puntapié. El caso es que aquella tarde del 86 el odio explotó —de manera saludable y didáctica— como un géiser.
Entonces corrí. Corrí hacia el mar sin freno alguno. Sin temor, ni preocupación.
Nunca lo había hecho.
Corrí, y en un momento dado, dejé de correr y comencé a nadar.
Brazadas furiosas.
Mi odio me impedía abrir los ojos.
Respiraba sin orden, bocanadas rabiosas.
Nadé. Nadé mucho.
Percibía las voces cada vez más lejanas, cada vez más amortiguadas, como si hubieran quedado suspendidas en el aire calmo de aquella tarde de verano.
Cuando la asfixia apartó al odio, me detuve.
Entonces vi la enorme planicie marina frente a mí.
Sentí tanto miedo que no me atreví a mirar hacia la orilla.
El pecho oscilaba, de máximo a mínimo, de mínimo a máximo.
Mis pies pataleaban sobre un universo oscuro. Todos los seres marinos de todos los océanos mundiales giraban en torno a mí. Me había ofrecido dócilmente como almuerzo. Sería la presa más fácil jamás cazada.
El verano del 86, el de la luz, también fue el de mi iniciación en la soledad. Nunca me había encontrado tan desamparado, tan abandonado, tan desprotegido, como en aquel mar de mi infancia.
De repente, algo atenazó mi hombro. “¿Acaso quieres llegar a Marruecos?”. Puede ser que llorara delante de mi hermano. Sus carcajadas viajaron por el agua como ondas magnéticas cuando me abracé a él.
Los dos —mi hermano y yo— regresamos a la orilla con una braza pausada. Ya en la arena mi hermano extrajo dos monedas de debajo de su toalla, buscó un heladero desprevenido y juntos nos comimos sendos frigodedos. Recuerdo que el resto de la tarde nos divertimos enterrándonos en arena el uno al otro.
Dejé de odiar a mi hermano hasta la siguiente vez que lo odié.
La tarde del 23 de mayo de 2013 tomaba un gin tonic en mi apartamento. No había nadie más. Solo puedo añadir que en algún instante escuché el rumor del mar.
Fin.
Por José Pedro García Parejo.
hasta ahora, lo mejor de lo mejor que he leído tuyo José Pedro… me he sentido como cuando volvía de Chipiona en el coche de mis padres y todavía notaba el vaivén del mar en las piernas… emocionante… “Creo que hacía bastante que no reparaba en los pájaros.” Qué bueno… olee!
Qué bien escribes, cabrón.
Gracias, compis, se hace lo que se puede. Nunca la palabra “cabrón” me ha sentado tan bien. ¡Seguimos escribiendo y leyéndonos!
Joder, muy bueno, felicidades!