—Qué crisis ni qué crisis… ¡¡Los cojones!! Ahora bien… se va a enterar ese capullo.
Carmen extendió sobre la mesa los planos que durante días había estado dibujando de memoria y perfeccionando en detalles y escalas. Su enfado había ido en aumento desde que la despidieran de la joyería en la que había trabajado durante años, dos meses atrás. La excusa había sido la bajada de ventas, aunque Carmen estaba convencida de que esa no era la verdad, de que la intención de su jefe era sustituirla por su ‘sobrina’.
Mientras ella explicaba dónde estaba cada cosa, dónde las cámaras, dónde las cajas de seguridad, dónde las diferentes salas, su novio Alberto no perdía detalle y se dejaba inundar por el orgullo.
Él mismo había pensado en multitud de ocasiones en ofrecerle a su chica la posibilidad de dar un golpe en la joyería. Alberto era un delincuente. Carmen lo sabía cuando empezaron la relación, pero él, por amor, había ido dejando aquel mundillo. O al menos, a mantenerlo lejos de ella, para que no se viera involucrada en sus tejemanejes. Pero es que ese golpe podría ser el definitivo, y si salía bien, podrían pasar una buena temporada tumbados al sol de una playa lejana.
—Normalmente solo hay dos personas: aquí y aquí —decía mientras marcaba con un rotulador una equis tras el mostrador y otra en la oficina—. Tú te quedas aquí con él y yo paso detrás y obligo a esta guarra a que me abra la caja.
Alberto, a su lado, sonreía mientras acariciaba el culo de la chica. Que fuera ella la que le estuviera planteando el golpe de su vida le estaba poniendo muy cachondo. Y era ella la que llevaba mucho tiempo planeando aquello. Para que nadie sospechara de ellos, hacía un mes que ni siquiera pasaban por la puerta de la joyería. Así, no habría ninguna posibilidad de que alguna cámara de seguridad los hubiese grabado por los alrededores, espiando, acechando, tomando notas…
El plan era ciertamente sencillo. Sobre todo conociendo a su antiguo jefe que, en realidad, era un cagón. Aparcarían cerca, pero no a la vista, a la vuelta de la esquina; al volante se quedaría su amigo de confianza, Charlie; irían disfrazados, ella con peluca rosa y enormes gafas de sol, él con otras gafas y bigote falso; entrarían, daba igual si había clientes o no, con precaución de que las cámaras no les grabasen las caras; sabía que en aquellas fechas no había seguridad extra; ella echaría el pestillo a sus espaldas y ambos sacarían las pistolas; el dueño se cagaría patas abajo y Alberto se quedaría a su lado, con el arma apuntando a su cabeza, mientras la propia Carmen pasaría a la oficina, amenazaría a la chica nueva y saldrían de allí con todo el dinero y alguna que otra joya cara en cinco minutos; para entonces, Charlie debería aparecer en la puerta, ellos se montarían en el coche sin perder un solo segundo y saldrían de allí volando. También tenían preparada unas matrículas falsas para utilizarlas en el robo, gracias al amigo en cuestión. Todo estaba previsto. Nada podía salir mal.
Al día siguiente, esto es, en este momento, después de revisar las armas, el coche, la ruta de escape (para no encontrarse con desagradables sorpresas de obras inesperadas), van al lugar acordado. Charlie detiene el coche en la plaza. Carmen y Alberto salen, ella se coloca la peluca rosa, que se ha movido un poco de su sitio, asegura las gafas y echan a andar. Carmen siente el frío del metal de la pistola en su espalda. Cuando dan la vuelta a la esquina los dos se quedan parados, la joyería debería estar frente a ellos a unos veinte metros. Pero…
Ni siquiera se miran, solo resoplan mirando al suelo. Alberto empieza a andar, abre la puerta y se acerca decidido al mostrador. Carmen ha entrado tras él y espera a su lado a que sea él el que hable. No quiere decir nada, sabe que ha metido la pata. Alberto la mira y después le dice a la chica que está frente a él:
—Dos cheese burgers con patatas fritas, por favor.
Por Juan Antonio Hidalgo.
Muy bueno el final, se te cae toda la tensión acumulada al suelo como si te hubieran gastado la broma del barreño de agua encima de la puerta y sientes una extraña empatía hacia el personaje que menos aparece en el relato: el dueño de la joyería.