Javier Vela, una distopía con suecos y tierra seca
El tercer libro en prosa del poeta madrileño es el más ambicioso, gracias a una voz literaria muy segura que pinta un escenario apocalíptico en una Europa inhabitable.
22/05/19. La esfera de papel, El Mundo. Enlace al artículo.
Por Juan Marqués.
Javier Vela (Madrid, 1981), muy firme en el territorio de la poesía y traductor de autores como Jean Moréas o Paul Valéry, dio en 2017 el salto a la prosa por el atajo más antipático, que es el del microcuento, género literario favorito de la gente que cree que le gusta leer y una moda editorial que, felizmente, parece remitir un poco tras la explicable pero desdichada eclosión de hace un lustro. Aquellas Pequeñas sediciones (Menoscuarto) consiguieron enfadarme, no por culpa del autor sino por los difícilmente eludibles problemas del formato, que salvo genialidades hace que todo sea intercambiable y arbitrario, ocurrencias triviales. Ahora bien, la cosa se ha enmendado recientemente, pues Vela ha convertido otro género bastante sospechoso, el del aforismo, en un arriesgado juego de imposturas y apócrifos en su Libro de las máscaras (Pre-Textos), que atribuye citas verosímiles a los más diversos autores, entre las que hay muchas muy atinadas, y que se atreve incluso con un pecio de las sagas nórdicas (La memoria es un pájaro con una sola ala), o que, rizando el rizo de lo fake, convoca al pintor Jusep Torres Campalans, quien a su vez fuera una mixtificación de Max Aub. Citas postizas de escritores falsos: curioso modo de encontrar verdades.
Faltaba en su bibliografía una novela, y eso es lo que nos ofrece ahora Javier Vela en La tierra es para siempre. En un escenario crepuscular, las gentes del sur de Europa han tenido que emigrar masivamente hacia el norte, donde, por supuesto, son recibidas con alarma, primero, y racismo, enseguida. La novela enfoca a unos personajes en Suecia, país que, por su parte, comienza también a quedarse sin pájaros ni árboles, en un proceso de extinción irreversible. Lateralmente se reflexiona sobre el cambio climático, las consecuencias del consumismo, la falta de agua, la acumulación de la basura… pero al perfilarse a los personajes (la traductora Emma, su marido Argus, su amante y editor Victor, un niño español al que acogen…) van retratándose otro tipo de otoños, como el del amor («El tiempo iba ocupando cada vez más espacio en la vida de ambos»). Con muchos tramos brillantes y con algunos un tanto afectados o medio barrocos (cuidado con la solemnidad: la literatura es lo más importante del mundo, pero precisamente por eso hay que intentar no darle demasiada importancia), Vela despliega una prosa segura y sonora en la que claramente late también una pertinente alerta ecológica y una justa denuncia social.
En tiempos en los que todavía somos nosotros el norte (y donde esas pancartas de «Bienvenidos, refugiados» que vemos en las administraciones deberían ser leídas como un caso espectacular de redundancia), aquí se nos coloca ante la posibilidad de un éxodo en el que nosotros fuéramos las víctimas, una distopía emparentada con los primeros capítulos de Rendición, de Ray Loriga (Alfaguara), o, más aproximadamente, con Kuebiko, de Miguel Ángel Carmona (Pre-Textos). Un paisaje pre-apocalíptico proyectado en un futuro en el que el híper-capitalismo ya nos ha destruido, un mundo en el que, como en la novela, «dios» va en minúscula mientras que «Coca-Cola» va en mayúscula: el progreso era eso.
Hay novelas que se sostienen sobre una trama que avanza, y otras que proponen más bien una fotografía, un paisaje inmóvil, una situación a la que dar vueltas. En ese sentido, La tierra es para siempre es más bien de las segundas, aunque los deliberados saltos temporales, esa cronología dislocada, sirve para dar cuenta de cómo se ha llegado allí, tanto en lo colectivo (las radiaciones, la desertización…) como en lo personal (las peripecias del niño Hugo, la deriva del matrimonio entre Emma y Argus…).
Pero lo que más importa es la tesis: básicamente, estamos perdidos. En el futuro no hay futuro.