30/12/2016. La piedra de Sísifo. Enlace del artículo.
Albert Camus, que trató de ser guardameta en las filas del Racing Universitario de Argel pero cuya carrera fue malograda por la tuberculosis a los 17 años, dijo sobre el fútbol: «Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol». Podría decirse en este caso que lo que perdió el fútbol argelino lo ganó la literatura universal. El autor de La peste o El extranjero no ha sido el único escritor en manifestar su pasión por el deporte rey. Eduardo Galeano, que le rindió un homenaje titulado Fútbol a sol y sombra, escribió, entre otras muchas perlas, que «no hay nada menos vacío que un estadio vacío» y que «el fútbol es la única religión que no tiene ateos». Salman Rushdie, en un tuit, afirmó que publicar un libro y que te hagan una película está muy bien, pero que el Tottenham gane 3-2 al Manchester United no tiene precio. Para Mario Benetetti el gol que le hizo Maradona a los ingleses es la única prueba fiable de la existencia de Dios.
Pero no nos engañemos. No todos los escritores e intelectuales se muestran favorables al fútbol. En una conversación con Roberto Alfiano dijo sobre él Jorge Luis Borges: «Yo no entiendo cómo se hizo tan popular el fútbol. Un deporte innoble, agresivo, desagradable y meramente comercial […] Son creo que 11 jugadores que corren detrás de una pelota para tratar de meterla en un arco. Algo absurdo, pueril, y esa calamidad, esta estupidez, apasiona a la gente. A mí me parece ridículo». Quizá consciente de ello, Martin Amis, amante del fútbol, se reconocía asediado por igual por intelectuales y por aficionados al deporte.
A Pablo Santiago Chiquero habría que incluirlo en el primer grupo, el de los amantes del fútbol, como demuestra su debut literario Once goles y la vida mientras, publicado por Maclein y Parker. El libro se compone de once relatos independientes, con el fútbol como nexo de unión. Si como dijo Santiago Roncagliolo ‒otro aficionado‒, el fútbol es pura épica, Santiago Chiquero deja a un lado a los protagonistas de los partidos, convertidos en héroes y villanos modernos por obra y gracia de un simple gol o de una falta, para centrarse en los aficionados, esa masa que semana tras semana, ya sea en las gradas, en el salón de su casa o en el bar de turno, sueña, se desespera y se deja la garganta animando a su equipo o berreando contra el rival o contra el árbitro de turno. Seres anónimos a los que durante unas pocas páginas se les pone nombre, un excombatiente de la guerra de las Malvinas que continúa sufriendo las secuelas de la trágica experiencia bélica, un ludópata sin remedio, un grupo de amigos asiduos a un pub, un viejo aislado y otro que pierde la cabeza y está a punto de morir, aunque esto sirva para reunir a dos hermanos, un preso que podría haber llegado lejos en el mundo del fútbol si su vida no se hubiera malogrado, un pobre diablo anclado en un antiguo partido, símbolo de su último momento de felicidad plena. Estas son las historias que verdaderamente importan, y que se aderezan con goles históricos, de esos que han quedado en el imaginario colectivo, de Butragueño, de Maradona, de Koeman, de Iniesta, de Fernando Torres, de Juan Señor, de Guardiola, de Zidane, de Steven Gerrard, de Ibrahimovic y de Cantona.
El título no puede ser más transparente con respecto al contenido del libro. Efectivamente, son once goles, y la vida mientras. Escribe el autor en el relato titulado «Treinta vacas, un gol, noventa años»: «no pudo evitar pensar en la rara desarmonía con la que discurren historia y vida privada: mientras un país celebraba una victoria sin precedentes, la vida y la muerte, los enamoramientos y las separaciones, las desgracias y los pequeños triunfos personales seguían sucediéndose como si tal cosa, como si al día siguiente la gente tuviese humor para hablar del desagraciado fallecimiento de tal o cual persona, y no de comentar una y otra vez aquel maravilloso gol que le había dado a España el primer mundial de su historia». Lo que hace Santiago Chiquero con sus relatos es, de alguna manera, sincronizar vida y fútbol, no convirtiendo el segundo en un mero acompañamiento o una excusa para el primero sino adhiriéndolos casi como si fueran causa y efecto, como si ciertamente uno se derivara del otro, como si se implicaran y afectaran mutuamente, fundiéndolos en un único episodio vital, en un momento que recordaremos como se recuerda una jugada futbolística magistral. ¿Acaso hay una mejor forma de alcanzar esa formación moral de la que hablaba Camus?
«El fútbol no es más que un juego para hacernos la vida más soportable», escribe también Santiago Chiquero en algún momento de «Un coñero en prisión». Pero leyendo los relatos sabemos a ciencia cierta que hay mucho más. Más que un juego, el fútbol se convierte en una metáfora de la vida, de la vida mientras, en una manera de explicarla y de entenderla, un pretexto tan bueno como otro cualquiera para hablar del paso del tiempo, de la soledad, de la felicidad, de los recuerdos o de la muerte. Es por eso que Once goles y la vida mientras puede gustar tanto a amantes del fútbol como a aquellos en los que no despierta el más mínimo interés, o incluso a sus detractores. Estoy seguro de que muchos de sus relatos podrían ser bendecidos incluso por el mismísimo Borges.